Ricardo Jiménez en la Biblioteca de Fotógrafos Latinoamericanos

Fecha de publicación: enero 25, 2018

Se ha hecho justicia. El trabajo de Ricardo Jiménez comienza a ser conocido en el mundo. Acaba de ser publicado en Madrid por La Fábrica, en su Biblioteca de Fotógrafos latinoamericanos, con presentación de Horacio Fernández.

Azar Custodiado, 1985 / Fotografía de Ricardo Jiménez ©ArchivoFotografíaUrbana

El discurso de Jiménez en esta publicación, así como en buena parte de su producción, toma su abecedario del transporte, de la movilidad mecanizada. A partir de esa premisa insiste en un encuadre que remite a la ventanilla (más que a una ventana), a la fugacidad de las visiones, al azar que sitúa a estas momentáneamente ante el lente. No en balde la foto de la portada se llama Azar custodiado. En ella quien vigila o está llamado a hacerlo está en la sombra, pero percibimos que es un policía; y eso lo vemos antes de comprender que estamos en una sala de juegos de azar. Es como si hubiéramos pasado muy rápidamente por ese recinto para dirigirnos a otro, donde nos espera la fortuna.

La Fuga, 1997 / Fotografía de Ricardo Jiménez ©ArchivoFotografíaUrbana

Esa mirada sobre la movilidad la contrasta el fotógrafo con la vulnerabilidad humana. Hay, vemos en sus fotos, una violencia implícita en la velocidad del transporte mecanizado, que pone al individuo en situación de minusvalía. La gente tiene, de antemano, perdida la pelea contra el carro, que nos tiene acoquinados. Pero, por oposición a la urbanización vertiginosa de Caracas, el artista capta su trasfondo rural. Hay en la mirada de Ricardo Jiménez sobre Caracas una constante mirada al remanente rural. Por eso, en el raudo desplazamiento alcanzamos a ver un detalle a contracorriente (a contravía de la flecha, por ejemplo, como en La fuga) una delación de ingenuidad, de vida provinciana, con la que él se identifica y en la que encuentra evidencias de su propia memoria y sensibilidad.

Constante en su representación, la diagonal es parte de ese discurso que alude al desplazamiento vertiginoso. La diagonal escenifica el punto de vista cambiante, que se va incrustando hacia dentro del escenario. Y lo mismo se aplica al cristal que interviene entre el sujeto y el objeto y que se convierte en parte del objeto, porque es el mundo visto desde un transporte.

Avanzamos en el libro y a la vuelta de una página topamos con unas imágenes que nos parecen anticlimáticas o, en todo caso, desasidas del relato que se nos viene contando. Son coartada para exponer el virtuosismo del autor con el blanco, el negro y los grises. Son también, quizá, un descanso para que nos repongamos del desmelenamiento en el que nos traen.

El mar es blanco, 1994 / Fotografía de Ricardo Jiménez ©ArchivoFotografíaUrbana

Giramos otra hoja de papel satinado y ahí está la autopista… En El mar es blanco, página 24, están todos los elementos del discurso. El encuadre de la ventanilla con sus recortes; el retrovisor que nos muestra un contraplano de lo que se acaba de vivir; los cinco marineros parados allí por el azar y fuera de su contexto (el mar, un buque, un balcón de cañones sobres las olas). Lo vemos a toda carrera, desde un carro que no puede andarse con contemplaciones. Literalmente. No hay posibilidad de detenerse. Lo que se vio y lo que creyó verse son lo mismo. Pero, pese al caos del que brotan, las imágenes están organizadas con arreglo al canon clásico y a la proporción áurea.

Seguimos. Los fotolibros se consumen morosamente. Este libro tiene digresiones, pero regresa siempre a su premisa: uno de los dos se va a mover, el sujeto o el objeto. Y ese movimiento se lo llevará muy rápido y muy lejos. Por eso, el instante de coincidencia debe ser intenso. Una eternidad.

Caracas, 1990 / Fotografía de Ricardo Jiménez ©ArchivoFotografíaUrbana

En la foto titulada Caracas 1990, página 33, vemos una hermosa composición en la que dos adolescentes tienen un instantáneo contacto visual. Viajan en sendos autobuses. Uno de ellos está más cercano a nosotros, contiene al fotógrafo, el punto de vista. En este autobús, que está en sombras, va un muchacho con edad de liceísta que lleva a su lado un adormilado Buda de lustrosa cerámica negra (quizá yeso pintado de negro). Ese buda, que ha podido ser un Niño Jesús o una María Lionza, nos da el detalle ingenuo. Este jovencito mira a otro que viaja en el autobús que acaba de detenerse al lado. Son como gemelos. Comparten un destino (de ruta urbana, pero también generacional, nacional). Pero delante del primer muchachito va un hombre, que también vemos de perfil, y que parece ser el liceísta dentro de unos años. Ya hombre. Está bien. No es mal destino. Pero, ¿qué pasará con el otro? ¿Tendrá una deidad que lo proteja? Es una gran foto, sin duda.

Al voltear la página encontramos otra vez diagonales, lo fugaz, el retrovisor, el anonimato desperdigado en las aceras, la minimización (o abierto ninguneo) del individuo, el peatón, frente al nuevo amo: el carro. El automóvil es el señor y los encunetados son espectros. Gente de espaldas, vista a la carrera, anónimos para siempre y ya sin poder reclamar su identidad, porque cómo sabemos que ese que reclamas ser tú, eras tú y no cualquier otro. Finalmente, casi ni te ves. Eres poco más que una silueta en el desbarajuste.

Para colmo, la noche viene a enfatizar el desamparo. Y siempre hay un silencio interior en contraste con la bullaranga de la ciudad atascada en su caos. Pero, sobre todo, hay un reflexión sobre el paso del tiempo, sobre la levedad de los imperios.

Han esperado mucho, 1997 / Fotografía de Ricardo Jiménez ©ArchivoFotografíaUrbana

En Han esperado mucho, página 40, hay dos hombres a caballo. El marco nos indica sin lugar a dudas que han sido fotografiados desde un carro. Los jinetes y su montura están detenidos. Dan paso al carro. Exactamente, esa es la reflexión de este libro: lo que ha ocurrido y lo que está ocurriendo ahora. El caballo es lo que había antes y en esta imagen le da paso a lo que vino a sustituirlo.

Estar afuera es estar adentro, 1997 / Fotografía de Ricardo Jiménez ©ArchivoFotografíaUrbana

El libro termina con unos campesinos mal puestos en recodos urbanos. Unos montunos desubicados que desentonan en el contexto citadino.

Y así llegamos a la última imagen, Estar afuera es estar adentro, página 61. No hay nadie allí. Tampoco nos llevan en carro. Hay una puerta cerrada, pero con un tajo que la atraviesa de arriba abajo. Parece una puerta de hotel, puesto que tiene una plaquita y a su lado hay un cuadro iluminado con un quinqué. Ubicada al final, nos dice que es la llegada tras duro viaje… pero entonces tomamos con la herida, que traza una raja de sombra en la intensidad luminosidad. Toda esa carrera, ¿para qué fue? ¿Para llegar a este recinto agrietado, maltrecho?

 

Lea el post original en Prodavinci.

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