La gran admiración e inmenso respeto que siento por la figura histórica de Rómulo Betancourt no fue de siempre. Durante muchos años –toda mi infancia, mi adolescencia y buena parte de mi juventud– el suyo fue un nombre ingrato a mis oídos. Curiosamente fue de los primeros que aprendí en mi vida, por esa suerte de dialéctica del conocimiento que se da entre lo que se quiere y lo que se detesta.La explicación es sencilla: en mi familia margariteña, con mi padre como sacerdote oficiante, se adoraba a Jóvito Villalba, el gran líder insular. Una fotografía suya, cual una deidad del lar romano, ocupaba un lugar importante en nuestro hogar. Por esa misma razón, por ser ambos el fasynefas de la alineación política familiar, en casa se amaba tanto a Jóvito como se detestaba a Betancourt.
Según la forma primaria de entender la política en aquella Venezuela que comenzaba insegura su parábola democrática, el presidente Rómulo Betancourt era el responsable de todas nuestras desdichas familiares. Mi madre había sido despedida de su trabajo como mecanógrafa en una oficina pública por ser urredista. Igual suerte corría nuestro querido tío Tiburcio y mi padre, el sastre del pueblo, se quejaba de que los militantes de AD en La Asunción preferían hacerse sus trajes con un sastre italiano de Porlamar, en razón de su militancia opositora. Las penurias económicas y la figura de Betancourt iban para nosotros tomados de la mano.
El fanatismo y sectarismo de los adecos de aquel quinquenio inicial de la democracia, no hacía sino reforzar esa percepción.De aquellos años guardo uno de mis recuerdos más duros. Eran los días de Navidad y un camión del gobierno regional venía por nuestra calle repartiendo juguetes. Mis hermanos y yo esperábamos nuestro turno sentados en el quicio de la puerta y el desencanto fue mayúsculo cuando nos saltaron, negándonos brutalmente la dádiva gubernamental. La razón más obvia –la verdad nunca pude encontrar otra, porque los juguetes los necesitábamos tanto como nuestros vecinos– fue aquel sectarismo tan enfermizo que no se ablandaba ni ante los niños.
Ese sentimiento nefasto por Betancourt era además reforzado a diario por las tertulias en la sastrería. Mi padre ponía su modesto local –una salita de nuestra casa que tenía entrada independiente– al servicio de su militancia política y dos veces al día, con las emisiones de Notirumbos, junto con sus cofrades del partido de Jóvito, despotricaba de Betancourt y su gobierno. Una suerte de los dos minutos de odio de la Oceanía orwelliana que, aunque matizado por la bonhomía margariteña y la alegría del Caribe, no dejaba de ser odio. Fue en medio de ese ambiente de espeso antibetancourismo que ocurrió aquel primer, único e inolvidable encuentro con el primer presidente y fundador de la democracia venezolana.
Justo frente a nuestra casa, al comienzo del bulevar 5 de Julio en La Asunción, había un árbol de cotoperí. Era hermoso y enorme –el maestro Cruz Villarroel, contertulio de mi padre y hombre de mucho saber, decía que había sido sembrado en 1905–, y aun considerando las deformaciones que produce la escala infantil, nunca vi uno más frondoso. Su sombra era uno de los escenarios más gratos de nuestra niñez. Allí jugábamos metra, bailábamos trompos y colocábamos el home de las partidas de pelota de goma.
Mi recuerdo es muy claro. Era domingo alrededor del mediodía, el bulevar estaba solitario y, como era norma en aquellos años sin televisión, jugábamos metras. Distraídos, no nos dimos cuenta cuando, justo a nuestro lado, se detuvo una atronadora caravana de cuatro o cinco carros negros, de los que entonces llamaban limusinas, y un par de motocicletas gigantescas. Detuvimos el juego por tan extraño acontecimiento yante nuestra mirada estupefacta, emergiendo de uno de los carros como una aparición,embutido en un traje blanco de lino y con la cabeza cubierta por un sombrero de panamá, apareció la odiada figura de Rómulo Betancourt. Nos miró sonriente y nos saludó con la mano en la que no sostenía la pipa –saludo que devolvimos de la misma manera–, se distanció de sus acompañantes y se puso a contemplar nuestro cotoperí. Lo recuerdo plantado frente a él, cual otro árbol, admirado y reverencial.
Betancourt y sus acompañantes formaron luego una ronda y comenzaron a conversar de pie a la vista de los vecinos, quienes ya habían comenzado a asomarse a sus puertas y a acercarse. No recuerdo si mis demás compañeros de juego se acercaron a verlo más de cerca y, tal vez, estrechar su mano.Estoy muy seguro, sin embargo, de que yo no lo hice. Me quedé donde estaba y como estaba, con nuestro saludo distante como único intercambio.
De la casa de la señora Carmela Moreno, tan urredista como mis padres, y de la nuestra, las más próximas y primeras en conmocionarse por el arribo de tan ilustre visitante, trajeron entonces unos muebles de paleta, una cordialidad con el enemigo que me confundió, porque no cabía en mi infantil concepción bipolar de la política. El Presidente se sentó con toda tranquilidad, sin denotar prisa alguna, a fumar su pipa ya hablar animadamente con los miembros de su séquito. La señora Carmela trajo entoncesun azafate con unos vasosde limonada casera con hieloy le brindó al Presidente, quien paladeó la suya con inocultable deleite. Al terminar, se levantó, le dio las gracias a los presentes por la hospitalidad, agitó de nuevo la mano con la que no sostenía la pipa para despedirse de nosotros, se metió en su limusina y desapareció. Nunca más lo vi en persona.
Este fugaz y anónimo encuentro ocurrió el 30 de mayo de 1960.Un lunes que había sido declarado día de júbilo (por eso lo recordaba como un domingo) porque el presidente Betancourt había venido a Margaritapara inaugurar la obra de infraestructura más importante construida en toda su historia: el acueducto submarino que puso término a siglos de sed. Por cierto, en correspondencia con sus prioridades, también inauguró en ese viaje el Liceo Nueva Esparta, de Porlamar, donde tantos margariteños se han formado.
Rómulo Betancourt, por ese desencuentro político durante mi niñez y por mi militancia juvenil en la izquierda, fue siempre para mí una figura distante. A pesar de mis sentimientos enconados, fui, sin embargo y junto a millones, uno de los grandes beneficiarios de su visión de estadista. Gracias a las grandes inversiones que realizó en educación, que dictaron la pauta a los siguientes gobernantes, contamos con las instituciones educativas de calidad que nos permitieron cambiar nuestro destino. No recibimos dádivas. Él fue mucho más allá. Abrió las avenidas para que avanzáramos y pudiéramos realizarnos como seres humanos. Ése fue su mayor logro: insistir en la educación como herramienta y hacernos demócratas a pesar de nosotros mismos, de nuestra historia y de nuestras circunstancias.
En estos últimos años –ahora soy más viejo de lo que era Betancourt cuando lo vi aquella vez–, después de atravesar un largo proceso político y formativo, es la figura histórica que más admiro. Por eso, hoy día de su cumpleaños, aunque sea a distancia como aquella única vez, quise recordarlo y darle las gracias.
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