Rosas en Caracas

Fecha de publicación: julio 24, 2016

El Archivo Fotografía Urbana, propietario de esta imagen, la guarda con el título de “Damas caraqueñas en la plaza Bolívar, circa 1936”, y deja apuntado que su autor es Luis Felipe Toro. Pero también hubieran podido aludirla como Ensayo sobre la moda en una calle de Caracas, puesto que la composición nos permite observar cómo las mentalidades de la capital venezolana había fluctuado con los usos de la época.

El fotógrafo ha captado el momento en que un grupo de mujeres interactúa alrededor de un ramo de rosas. Es posible que las dos damas vestidas con traje sastre acaben de comprarlas, pero podría ocurrir que las hayan traído de su jardín y estén entregándolas a la florista para esta prepare un arreglo destinado quizás al altar de una virgen (el hecho de que las corolas estén muy abiertas nos lleva a pensar que en su plenitud adornaron un salón y ya van camino a la caridad o al gesto piadoso).

Ella están atravesadas en la calle. La florista, muy honrada por tan distinguida visita, ha podido esperarlas en la puerta del local. La Compañía Anónima Nacional Teléfonos de Venezuela se fundó en 1930 y, con toda seguridad, después del aparato de seguridad del Estado, de los ministerios y de la familia Gómez, los primeros en tener conexión telefónica fueron los locales comerciales del centro de Caracas. De manera que no tendría nada de raro que la comparecencia de las señoras hubiera sido anunciada con un telefonema. “Y, bueno, ya que estamos, le dejamos las flores aquí y seguimos… así el chofer no tiene que dar tantas vueltas”.

Veamos los personajes de izquierda a derecha. En el extremo está la florista. Tiene un tocado que parece un pañuelo amarrado de cualquier manera. Puede ser un detalle étnico, pero no debemos descartar que sea un giro de la moda, puesto que en todos esos años, posteriores a la guerra del 14, los pañuelos anudados a la cabeza e pusieron de moda como reflejo chic de la estampa de las mujeres integradas al esfuerzo bélico como obreras en las fábricas de municiones, como enfermeras e incluso como mujeres soldados o milicianas. Así se impuso esa pañoleta sin adornos ni ningún tipo decoración, que, sin embargo, tenía su glamour. La florista, de hecho, va con la moda, de eso tenemos constancia en el corte de su vestido de lunares, que, a diferencia de lo usual en la década anterior, cuando los trajes perdieron la cintura y se hicieron amplios y lánguidos, ahora, en los 30, han recuperado el talle ajustado. Con la mano izquierda sostiene un cuaderno donde anota las indicaciones que debe estarle dictando la mujer cuyo rostro está tapado por las flores.

Las dos clientas van de traje sastre. El tailleur de los años 20 se ha hecho más femenino y ahora va pegado al cuerpo. Ya a mediados de los 30 se habla de “la figura de reloj de arena” y los cinturones tipo faja, como el que lleva la señora de la derecha, apuntan a quitarle el aire masculino a este tipo de ropa. En los años 30 la cintura regresa a su lugar. Las tres mujeres de esta foto se acogen a ese precepto; y es el caso que la del centro  luce un blazer bien ceñido. Es la época de los hombros anchos y los talles y caderas estrechos. En cuanto a los sombreros, han regresado las alas anchas y los adornos de plumas, cintas, lazos o broches.

Detrás del conjunto y un poco fuera de foco, vemos a un mulato joven, vestido de lino blanco y tocado con un elegante sombrero. Las mujeres, si acaso se han percatado de su proximidad, no se molestan en darle paso, así que él tiene que pasar tallado entre ellas y el muro. Curiosamente, el hombre no mira el ramo. Algo en la vitrina lo atrae más. Su percepción del momento es así: oye las instrucciones de la mujer cuya cara no vemos, percibe el perfume de las rosas, siente la brisa de la mañana caraqueña y se concentra calculando cuánto lleva en el bolsillo o cuándo podrá comprar la porcelana exhibida en la vidriera.

A unos metros está una joven que parece reminiscencia de los años 20. Lleva un vestido como los que dieron en usar las muchachas de después de la Gran Guerra, muy sueltos para que nada obstaculizara su desenfrenada entrega al charleston, chaqueta corta y sombrero cloché (campana), auténtico símbolo de esos años: una copa de fieltro, sin añadidos como no fuera una cinta en color contrastante, y ala mínima. Quizá el fotógrafo pensó con dulzura que se trataba de María Eugenia Alonso, escapada de la vigilancia de Abuelita y tía Clara, deambulando por su escenario natural, el centro de Caracas.

“Por fin”, dice María Eugenia Alonso, en ‘Ifigenia’ (Teresa de La Parra, 1924)“cuando ya perfumada y puesto el sombrero mi toilette estuve lista, una toilette de paseo, ¿sabes? sencilla, sobria, elegantísima”.

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