Me llamo Jaiker y tengo algo que contarte para que no reniegues de este mundo. Cierta noche, regresaba de pintar paredes blancas y llegué a la estación de autobuses que se encuentra al pie de la entrada del ghetto. Era viernes y había una enorme fila de personas esperando el transporte. Las luces de las colinas densamente pobladas resplandecían tanto que la vista podía agrupar sin esfuerzo diferentes escenas de sosiego. Abandoné mi lugar en la fila de pasajeros y crucé a la acera opuesta de la calle, en un intento por ensanchar el ángulo de mi corta visión. Y pude ver a un grupo de niños que corrían tras un aro radiante, y una cadena humana que emprendía el ascenso por la escalera del cerro con la parsimonia de los cortejos religiosos. Incluso me parece recordar que sostenían velas fulgurando en las zonas de mayor sombra. El ruido de la noche, era un arrullo. Solo sé decirte, que vi belleza.
Mi nombre es Yondri, y me apodan «Peor es nada». Cuando estuve enfermo leí en un libro que no convenía derrochar todo en el presente si querías alcanzar algo del porvenir. En el centro del plato del almuerzo solo encontraría media ración de arroz blanco. También aprendí a guardar el agua de la lluvia en enormes tambores de gasolina y sentir la brisa de la madrugada en el autobús de la fábrica junto a sombras semejantes. Pero cómo podría realizar estos sacrificios si aquí en el ghetto la música caribeña es como el pavimento de las calles, y se toma un aguardiente anisado en umbrosas bodegas mientras alguien se divierte acariciando la mano prohibida de la dependiente que está de pie frente al mostrador. Luego, decidí vagar sin término, al igual que los perros que comen un día sí, y otro día no; y marcan inútilmente la ciudad con orín de un olor almizcloso. ¡Como si la ciudad fuese suya! Entonces, al verme sin posible retorno, me he entregado al disfrute de la vida precaria, a la muda contemplación de estas nubes de verano.
Debo decir que llegaron como pareja a mi oficina. Ella me agradó desde un primer momento. Él era un marido previsible y taciturno. Entre el ajetreo de entradas y salidas, y aquella falda entornada a su cuerpo, con un rostro tan bien maquillado como una bella máscara sobre otra máscara. Eso derribó los muros que protegían mi vida privada. En poco tiempo la tuve sentada sobre mis rodillas. Él trabajaba organizando los https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvos de clientes de la empresa, así que decidí ascenderlo para que estuviera verdaderamente ocupado. Mientras tanto yo complacía los caprichos de su mujer, invitándola a cenar, o regalándole perfumes. Ella le decía: ⎯Él me los regala, es cierto, pero yo los utilizo para estar contigo. Eran parlamentos falsos, sí. Pero aún siendo de esa manera, ocurrió aquel acercamiento tan vivo y urgente; hacía cualquier cosa con tal de retenerla a mi lado. Qué piernas suaves al tacto, ¿y los senos?: bíblicos, por aquello de las cabritas del Cantar de los Cantares. Ellos ascendieron de forma rutilante, llegando a cuatriplicar sus salarios. Y qué iba yo a pensar, que no eran pareja. Simplemente unos conocidos que habían planificado está forma de sobrevivencia. Un acuerdo astuto, un ardid para utilizarme. El truco del trampero que oculta la jaula para que la puerta se cierre en el momento menos esperado y te conviertas en un animal indefenso. Ellos, disfrutaban la vida a plenitud, guardando lo que podían. Hasta que un día huyeron: seguro tropezaron con otro tercio parecido a mí.
Lea también el post en Prodavinci.