Águeda Iriarte, maestra wayúu:
«Respondí a su llamado en las redes sociales porque creo que yo soy una de las mujeres de la foto. Llegué a esa conclusión porque mi hermana reconoció la manta, que no era común. Fíjese usted que el viento apenas agita la tela. Yo misma la cosí, con un género pesado (mi hermana decía que era para forrar muebles). Por eso ambas la recordamos. Además, porque tenía un escote un poco audaz, por lo descubierto ante el inclemente sol que, como usted probablemente sabe, no deja de castigar a la Guajira ni un minuto del día. Observe que las demás mujeres protegen especialmente esa zona de los hombros. Mi manta fue confeccionada para un acontecimiento en la noche. Fue de gala, en su momento, y luego quedó para el diario. La lazada, que copié de una revista de modas, debía servir, según mi marido, para mantenerme sujeta y aquietada aunque fuera por diez minutos.
Lamento no poder decirle gran cosa de ese día. Primero, porque no recuerdo que hubiera un fotógrafo rondando por allí. Hubiera sido muy excepcional. Lo más probable es que nos hubiéramos volteado a mirarlo. Y lo otro es que no era tan raro que nos detuviéramos un rato a jugar con una pelota. Con frecuencia, antes de entregar en la escuela las que recibíamos del Ministerio o por alguna donación, las probábamos nosotras. Nos gustaba mucho jugar a la pelota. Las mujeres guajiras solemos ser muy atléticas, condición que nos confiere la constante búsqueda y acarreo de agua. De manera que, cuando las amestras nos animábamos a echar un jueguecito, las vecinas venían corriendo a unírsenos.
Un momento así no era común, pero tampoco raro. No era común porque no solíamos prolongarlo, tenemos mil cosas que hacer en unos hogares que mantenemos pulcros y dotados de una gran olla colmada… con agua siempre remota.
Lamento no haberle sido de utilidad. Para mí ha sido un tesoro encontrar esta foto y mi hermosa manta después de tantos años».
Marco Socorro, fotógrafo callejero:
«Es una foto hecha por un viajero. Tan viajero, que no se ha detenido a hacer la foto, captada desde un vehículo en movimiento; esto lo delata la inclinación del horizonte. Se ve que es un profesional por la belleza de la composición, el acatamiento al principio de los tercios, pero él va en un carro, probablemente en el asiento trasero, pegado a la ventanilla izquierda. Prueba de esto es que el margen izquierdo está levemente desenfocado, lo que le confiere a esa casa, tan nítida, tan ordenada, tan blanca y tan geométrica, una condición como de sueño, de promesa, de recuerdo… de algo que podría no ser del todo real.
Hay otra cosa insólita. El autor, Hellmuth Straka (Checoslovaquia, 1922 – Caracas, 1987) parece haberse robado una escena clandestina. Estas mujeres son adultas, muy jóvenes, sí, pero en edad de trabajar; para uno, que es del Zulia y que las ha visto toda vida tan laboriosas y hasta adustas, le resulta sorprendente verlas entregadas a una actividad de placer, de mero juego. Y eso es de una gran belleza. La pelota en el aire, en relación con la muchacha vestida de negro, la única que está de frente, nos da la fugacidad del instante, condenado de todas formas a ser efímero, porque está visto desde un coche en marcha».
Marcelo Morán, novelista y cronista wayuu:
«Esa fotografía parece hecha en La Punta. Por los cocotales, presumo que el lugar está al sur de Paraguaipoa, como a quince kilómetros, vía Sinamaica.
Juegan volibol o algún otro deporte foráneo, porque ese tipo de pelota no forma parte de la tradición wayúu. Lo que cabe esperar es que las mujeres estuvieran integradas a la actividad económica familiar, basada en la cría de chivos y la venta de cocos a comerciantes de Maracaibo. Toda familia tenía una extensa plantación en su patio. En esa época, veo que la foto es de 1961, eran pocas las familias que traían mercancías desde Maicao, Colombia. Eso se puso en boga a partir de los 70 y 80.
Mi abuelo, José Manuel Abreu, tenía una casa parecida a la de la foto, también pintada de blanco, el color predominante, tal vez para contrastar con el intenso azul del cielo.
El agua se obtenía de las casimbas. Se hacía un hoyo a sesenta centímetros de profundidad y brotaba agua dulce, otras veces salobres. La salobre se les daba a los animales. El Kaa’ulayawaa o baile de la cabrita, por ejemplo, es un baile que se celebra para agradecer a los dioses por las llegadas de las lluvias que se traducirán en buenas cosechas. Con esta danza o representación teatral se trata de imitar la alegría de los animales, en este caso, de las cabras. De paso, la mayoría de las jóvenes parejas que participa en el baile termina comprometiéndose en matrimonio».
Tío de Marcelo Morán:
«No hay duda. Esa fotografía fue hecha en La Punta. De hecho, esa es la casa de Lucila Paz, esposa del finado Ratón Cojudo».
Marcelo Morán, otra vez:
«Ratón Cojudo se llamaba Néstor González. Era productor agropecuario y comerciante de un establecimiento de víveres en Los Filúos, municipio La Guajira. Y Lucila Paz era artesana y tenía cría de ovejas y cabras».
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