La barbilla del poeta Juan Sánchez Peláez queda, en esta composición, apoyada en el horizonte. La posición de los hombros, los brazos colgantes y la columna vertebral suevamente curvada indican que su cuerpo está relajado, pero hay en su rostro una expresión concentrada que parece fuera de lugar. No solo porque está en el umbral de un día de playa y no debe haber fuera de cuadro nada que concentre su interés, sino porque se le ve sustraído de lo que ocurre a su lado, donde sus amigos juegan y ríen.
La camisa impoluta y perfectamente planchada de Sánchez Peláez, los cinturones, la ropa de oficina y, sobre todo, los zapatos y los calcetines indican que el trío acaba de llegar al mar. Solo el artista plástico Régulo Pérez lleva la camisa desceñida y ha tenido la precaución de remangarse los ruedos de los pantalones antes de tenderse en la arena. Mateo Manaure, en cambio, parece que hubiera salido un momento de un bufete o algún despacho para ir un momento a la orilla del mar donde un leño empujado por la marea ha sido dispuesto por Mario Abreu de manera que parezca una escultura suya. En unas semanas marchará a París, quién sabe si este viaje a Naiguatá fue una rumbosa despedida que le tributaron sus compañeros.
Absorto en sus pensamiento, quién sabe si trabado en la urdimbre de un verso, Sánchez Peláez no participa en la escena teatral que se han montado sus amigos. Con un casco de cabello untuoso que el ventarrón no desordena, Mateo Manaure le ofrece algo… un yesquero, una caja de fósforos… a un Régulo Pérez que se lleva la mano al corazón en gesto dramático que la sonrisa contradice: es un héroe, un galán con espejuelos abatido en un ataque de buen humor.
“Debe ser que me estaba iluminando”, dice Régulo Pérez entrevistado por teléfono. Dentro de nueve meses cumplirá 89 años. Nació en Caicara del Orinoco, estado Bolívar, el 19 de diciembre de 1929. Pero recuerda con claridad aquellos días. Porque fueron dos días, quizá tres, los que pasaron en Naiguatá, en el año 1950. El maestro Régulo Pérez evoca ese instante con alegría y nostalgia. “Sí, debe ser que me estaba pasando un encendedor para darme luz”.
Según la evocación de Régulo Pérez, en ese paseo estaba, además de los tres convocados en la imagen, Mario Abreu, quien ocho años antes, en 1942, había ganado una beca para estudiar en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas, y para este momento ha desarrollado una carrera tan brillante que en un par de años, en 1952, emprenderá el consabido viaje a Francia; César Enríquez, pintor y cineasta que en 1943, cuando se crea el Salón de Artes Plásticas Arturo Michelena, se alza se hace con el premio, y en 1944 es compañero de fórmula en la primera exposición de Alejandro Otero, que tuvo lugar en el Ateneo de Valencia. Han sido años muy intensos para César Enríquez, puesto que el mismo año de la foto, 1950, se estrena la película dirigida por él, La Escalinata, el “primer intento de un cine cercano al neo-realismo italiano que se realizaba en el país”, en palabras de María Isabel Plaz-Power. Estaba también Feliciano Carvallo, quien un año antes del día en que fue captada esta foto había hecho una exposición en el Taller Libre de Arte, que, según el crítico Francisco Da Antonio, lo incorporó “a la historia del arte en Venezuela y promover una nueva valoración del arte popular en el país”. Ya en junio de 1948, la revista Élitehabía publicado una titulada “Feliciano Carvallo, pintor primitivo de Naiguatá”, artículo sin firma del poeta Luis Alberto Grillet, donde se hablaba por primera vez en la esfera pública de la existencia y singularidad del mulato litoralense, como lo alude Da Antonio.
Siempre según la evocación de Régulo Pérez, en ese paseo estaba también el escritor Oswaldo Trejo, quien escribirá que con aquel conjunto de artistas –los aludidos y otros más, naturalmente– “se levanta una nueva fe, un deseo de creación antes perdido por el formulario que llenó de verde un largo espacio de la pintura venezolana, en el cual se creyó reflejar al hombre y al paisaje”. Y se apuntaron también los escritores Juan Salazar Meneses y Jesús Alberto González, quien, al decir de Régulo Pérez, podría haber sido el autor de la gráfica.
–El Taller Libre de Arte nos reunió –explica Pérez, quien este día tiene veinte años (es el más joven de los tres) y un sentido cómico de la grandilocuencia–. Pasábamos las horas conversando de cómo veíamos el arte, el mundo y nuestro propio trabajo. Y, claro, nos reíamos mucho. Recuerdo que en algún momento, en que estábamos absortos en nuestra charla se armó una pelea entre unos tipos en La Guaira y nos metimos a separarlos. Fuimos muy amigos, siempre… hasta que se fueron muriendo.
Los amigos de quienes habla Régulo Pérez integran un conjunto mucho más amplio que los de esta foto, incluso mayor que los presentes en aquel día de playa, ya mencionados. Se refiere a los jóvenes artistas e intelectuales congregados en el Taller Libre de Arte que, tal como explicó Francisco Da Antonio, “cubrió apenas los cuatro años que median entre el viernes 9 de julio de 1948, fecha de su apertura en el 4° piso del edificio Miranda en la esquina de Mercaderes y el 14 de agosto de 1952, cuando asistimos a la apertura de la gran Exposición de las Nuevas Generaciones de Pintores Venezolanos coordinada como una suerte de rendición de cuentas, por los viejos pintores José Fernández Díaz (FEZ) y Rafael Rivero Oramas”.
En un ensayo curatorial sobre el Taller Libre, para la exposición del Museo Jacobo Borges, en 1997, Lía Caraballo puntualizó que “sus miembros, en sentido estricto”, habían sido, entre otros: Mario Abreu, Lourdes Armas, Jacobo Borges, Omar Carreño, Feliciano Carvallo, Pedro León Castro, Carlos Cruz Diez, Francisco Da Antonio, Narciso Debourg, César Enríquez, Perán Erminy, José Fernández Díaz (FEZ), Emma García, Luis Guevara Moreno, Ángel Hurtado, Humberto Jaimes Sánchez, L.F. Martínez, Genaro Moreno, Rubén Núñez, Alirio Oramas, Régulo Pérez, Luis Rawlinson, Rafael Rivero Oramas, Alirio Rodríguez, Federico Sandoval (El policía), Enrique Sardá, Marius Sznajderman, Oswaldo Trejo, Virgilio Trompiz y Oswaldo Vigas.
–El Taller Libre –explica Da Antonio– no fue un “movimiento”, ni tan siquiera un cuerpo de proposiciones estéticas o ideológicas coincidentes. A diferencia de los maestros del Círculo de Bellas Artes y de la Escuela de Caracas, cuya mirada devino la consolidación positivista del paisaje y también distinto a “Los Disidentes”, que radicalizaron sus proposiciones hasta los términos del Manifiesto, la saga del Taller quedó amarrada a los modestos límites de un ‘‘local’’ trashumante en virtud de la implacable eficiencia constructiva y edilicia de la dictadura. Como por paradoja, quizá tales carencias devinieron su mayor fortaleza histórica: el haber potenciado las fuerzas de transformación y de cambios contenidas en el entorno social y en todos los hombres y mujeres que, en virtud de su talento, de su trabajo y de su obra, convirtieron la plástica venezolana en un valor universal.
Juan Sánchez Peláez, quien nació en Altagracia de Orituco, el 25 de septiembre de 1922, murió en Caracas, el 20 de noviembre de 2003. En 1976 ganó el Premio Nacional de Literatura en 1976.
Mateo Manaure nacido el 18 de octubre de 1926, en Uracoa, estado Monagas, vive en Caracas. Es considerado uno de los artistas modernos más importantes de la historia del arte venezolano.
Y Régulo Pérez, el hijo de Enrique Pérez Ytriago, comerciante y recolector de sarrapia, actividad de incursión selvática en la que algunas veces involucró a su hijo, está en Caracas con una memoria que Dios se la guarde. Su nombre está amarado a la historia reciente de Venezuela. En 1951, el crítico Rafael Pineda dijo:
“A los jóvenes pintores del Taller Libre los anima reconocer los valores de la realidad plástica, única manera de rescatarla de las distracciones anecdóticas y románticas a que estuvo sometida. Todo lo que los del Taller hacen hoy, estará determinado por su empeño de universalidad, de afianzar un concepto de libertad”.
Eso, esa libertad asida con una garra a su pecho de algodón es, precisamente, lo que este muchacho precioso nos jura con una mano en el corazón.
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