Llamémosla Rosalía. No tenemos su identidad. Ni la de ella ni la del fotógrafo que la captó en plena faena. Aunque parece que ha recibido la instrucción de ponerse ante la máquina de escribir como suele hacerlo. “Como si yo no estuviera aquí”, debe haberle dicho el fotógrafo, un “autor desconocido”, según consta en la ficha de la Fundación Fotografía Urbana, a cuya colección pertenece la imagen, captada alrededor de 1959.
Rosalía es una mujer trabajadora en la Venezuela de finales de los años 50. Deberíamos puntualizar que es una empleada, puesto que trabajadoras son todas, tanto las que están en las casas, ocupadas de la reproducción y de la reposición diaria de la fuerza de trabajo (mediante las labores domésticas, tan indispensables como invisibles), como las que están en el sector informal o en modalidades precarias de trabajo: siempre ha habido mujeres en el servicio doméstico, que es un trabajo, más aún, este es un renglón en el que ellas han sido históricamente mayoría. La verdad es que es frecuente, entre las congéneres de Rosalía, aplicarse al trabajo productivo no remunerado, por ejemplo, como ayudantes familiares en la labor agrícola y en el comercio de menudeo. También están las que prestan cuidados de salud que deberían estar institucionalizados, como atender abuelos, parientes enfermos o discapacitados, un esfuerzo que estaría en manos del Estado si este no se hubiera zafado de él para guindárselo a las mujeres. En fin, trabajo no es sinónimo de empleo. Pero Rosalía sí tiene uno. Y ella está muy satisfecha de eso. Basta verla.
Un trabajo de oficina le permite a Rosalía salir de casa cada mañana. Ponerse fuera de la mirada vigilante de sus padres y hermanos mayores. Así como arreglarse, ponerse ropa bonita, llevar su cabello peinado con ondas Marcel, las uñas nacaradas y, en la muñeca, un fino relojito, que no solo da las horas, algo indispensable para una muchacha con un empleo, sino que le sirve de brazalete. Rosalía no es un ave rara, pero tampoco integra una mayoría. En 1950, la mujer representaba el 17 por ciento del total de la fuerza de trabajo asalariado. A partir de ese año, comienza a registrarse una mayor participación de las mujeres en la fuerza de trabajo (con salario). En empresas. Con horario de llegada y de salida. Y con un régimen que va más allá de la subsistencia.
La irrupción de mujeres en los empleos había comenzado en la década de los treinta, cuando se inició en casi toda América Latina un tímido desarrollo industrial, que se ha denominado proceso de sustitución de importaciones. Esto aceleró la migración del campo a la ciudad. Es posible que Rosalía haya nacido en el campo (su madre, casi con seguridad, sí), con lo que esa sonrisa podría nacer de la íntima alegría de haber logrado escapar de un pueblucho (un triunfo que jamás dejan de celebrar quienes lo han alcanzado).
Poco antes, en 1924, cuando se publica Ifigenia, de Teresa de la Parra, la protagonista de la novela había suspirado: “¡Si al menos hubiera nacido hombre…! Pero soy mujer, ¡ay, ay, ay! Ser mujer es lo mismo que ser canario o jilguero. Te encierran en una jaula, te cuidan, te dan de comer y no te dejan salir mientras los demás (ellos) andan volando por todas partes. ¡Qué horror es ser mujer…!”.
Para el momento en que Rosalía posa para el autor desconocido las mujeres tenían opciones distintas a estar constreñidas en la jaula del hogar. En 1959 tenía dos décadas contratadas en las empresas industriales, con salarios más bajos que los hombres, claro está. También las habían llamado masivamente de los comercios y otras actividades urbanas, pero Rosalía da la impresión de ser mecanógrafa de una industria. ¿También podría ser de un banco? Y no hay que desestimar la posibilidad de que estuviera en la nómina de algún ministerio u otra oficina pública.
Algunas de sus amigas están también ocupadas como trabajadoras por cuenta propia. Gladys es modista; la Enita Maggi es practicante (pone inyecciones a domicilio), las hermanas Dumuchel son peluqueras y, cuando su padre cayó enfermo y no había quien trajera el ñereñere, instalaron un salón de belleza en la sala de su casa; Elsa Patiño y la Gorda Aranguren tienen un negocio de dulces y tortas; y la Ñata Zamora desde que se salió de monja se gana la arepa como copiadora a máquina, tarea que también desempeña sin salir de casa.
Según la Dirección General de Estadística y Censos, en el año 1961, cuando el país tenía 7.785.664 habitantes, había en Venezuela una población activa de 449.000 mujeres y 1.957.326 hombres. Rosalía es una de esas 450 mil. Muy poquitas, en realidad. Y quizá fueran todavía menos, puesto que la foto es de 1959, cuando había 7.210.141 venezolanos.
El punto es que Rosalía es flor de un fenómeno reciente. No hay duda, eso sí, de que ella es la primera oficinista de su familia. Ese día, cuando llevó a la oficina una blusa de algodón, muy recatada, probablemente roja, ni sueña con ser universitaria. Para 1959, la educación superior no es un espacio «femenino», es un monumento a la desigualdad de género, un auténtico fortín en la cruzada por fortalecer la división sexual del trabajo: los varones, a la universidad como requisito para su integración exitosa a la esfera pública y al reconocimiento social, y las mujeres, jilgueros invisibles en la comarca hogareña. Según Ildefonso Leal, en “Historia de la UCV 1721-1981”, entre 1900 y 1958 se graduaron en esa casa, en todas las especialidades, 97 mujeres (3,9% del total de estudiantes graduados).
Pero un poco después, si a Rosalía aún le quedan sueños en esa frente tersa y bajo esos párpados abombados, podrá ir a la universidad, puesto que el año 1960 marcará un punto de quiebre de todo ese absurdo y las mujeres se inscribirán en masa. Quién sabe si en ese momento ya Rosalía está llenando una planilla de inscripción en la UCV y por eso tiene en la cara esa expresión de albergar un secreto jubiloso.
No hay que perder de vista que en el brazo derecho del ángulo que forma su escritorio hay un cuaderno abierto. Puede ser su libreta de dictados. Pero también puede ser de apuntes para el bachillerato que está sacando en el turno de la noche.
Rosalía está contenta, qué tendrá Rosalía.
Desde luego que está feliz de no estar en su casa atendiendo a los manganzones de los hermanos, planchándoles los pantalones de caqui, ni desplumando pollos tras sumergirlos en una olleta de agua hirviente. ¡Está en la oficina! ¡Ha cambiado la escoba y el lavandero por esta preciosa maquinilla de carro ancho!, que puede ser una Olivetti, una Olympia, una Remington o una Underwood. Qué delicioso el sonido de las teclas, qué suave el recorrido de vuelta, cuando lleva el carro de regreso halándolo por esa oreja que luce tan blanca sobre su brazo izquierdo.
¿Y si fuera una escritora? Claro que el ambiente parece de oficina, pero perfectamente ha podido cumplir con sus obligaciones y haberse tomado un rato para ese párrafo que ha tenido toda la mañana en la punta de la lengua. O quizá es la hora de almuerzo y por eso el recinto luce calmado y solitario, con la excepción de aquella otra presencia, al fondo, que no sabemos si es un compañero https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvista o si es el jefe, que se reserva la vecindad con la ventana y con ello el chorro de luz natural.
¿Y si esa sonrisa proviniera del goce de la invención poética? Si fuera una sonrisa detrás de la metáfora…