En el centro del plato encontré
media ración de arroz blanco.
Entonces
aprendí a recoger el agua de la lluvia en toneles
bajo el chorro de un canalón.
La música caribeña pavimentaba las calles
y tomábamos un aguardiente anisado
en bodegas umbrosas,
mientras alguien
acariciaba la mano prohibida
de la dependiente
que permanecía de pie frente al mostrador.
Vagué sin un posible término
al igual que los perros
que marcan inútilmente la ciudad
con orín almizcloso
como si la ciudad fuese suya.
Así me entregué al disfrute
de la vida precaria
a la contemplación de los cirros
del verano.
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