La fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente
– Roland Barthes
A Ricardo, a Consuelo, a Laura, a Lucía
Hay mundos no alcanzables por la palabra, ni por el ojo, ni por el pensamiento; consecuencia del vivo fuego de una unificación global: monoimágenes, monopoemas, monovestimentas sobreviven a la despiadada incidencia del sol que les señala como unitario lenguaje en el flujo constante de lo cada-día moderno.
Quedamos sumidos en siglos de frío sueño, comunicando, sin cesar, no lo que ha sido dicho, sino lo que está siendo dicho. Y lo hacemos en perfecto unísono, cuidando que la voz no se distinga de la multitud. Todo esto por circunstancias aparentemente externas que hemos dejado habitar en nuestro recorrido sensible.
Perdimos relación con referentes en reposo, propios, determinados por lo que nuestra existencia demanda. Existimos en manada, en absolutos, aterrados por las cenizas del sol, por la penumbra, que pueden de algún modo interpelarnos o conmovernos. Sin duda, adormecidos por la calma que brinda los vacíos necesarios para todo espíritu. Formar parte —afuera— de eso que ilusoriamente nos incluye, aunque esa consideración signifique un borramiento del gesto dactilar, y la muerte de imágenes especulares que necesitan valor para ser sostenidas desde el visor que nos separa, como traslúcida placenta del mundo.
No todas las huellas que hallamos en el diálogo con lo que miramos tienen como destino a un cazador. No importa cuán lejos del signo esté, esa interlocución contemplativa puede volvernos hacia la intuición y estimular nuestra apertura a la revelación que nos ofrenda. Lo revelado no puede mostrarse en los espacios abrasados por el escándalo solar si vamos apresurados, sumados a la convención visual del minuto o la tendencia.
Una mirada hace que lo visto se manifieste desde una forma de mirar no racional, ni crítica, que permite a lo visto parecer lo que es, no como objeto, no como concepto, sino como afirmación de su naturaleza.
Aun en este tiempo apresurado, la mirada de Ricardo Jiménez nos deja delante de combustiones apegadas a lo real. Símbolos del camino citadino o rural que son capaces de articular, con quien mira, desde un vocabulario familiar —y posible— para nuestro interior.
Dejamos partir, doloridos, mientras sus imágenes gravitan como una esfera abierta e infinita que ahora está en todas partes. Trueno que decimos trueno, y que adquiere formas que nombramos, anonadados y convencidos, mientras se disuelve en otras representaciones formales y subjetivas delante de nuestros labios balbuceantes. La posibilidad de este instante de razón enmudecida se asemeja a la brevedad del silencioso miedo que sentimos hacia la muerte del cuerpo, con rogativo deseo de inmortalidad.
Lo visto ahora sustenta con fuerza el mundo visible, que sabemos visible desde su mirada piadosa, su mirada dulce. Noches ya no más desapercibidas, ahora en todos los días de lo vivo, como brotes de sustancia y belleza. Hay cosas que no pueden ser vistas con el ojo físico, porque desde la esclerótica, el iris, la pupila, la córnea o la retina no podríamos jamás extraer lo que hay de interior en el afuera. Decir adiós debería interpelarnos a aspirar a esa sencillez, a esa humildad.
Extraño el cuerpo, los ojos y la voz de Ricardo. La manifestación ósea y gestual, acompañada siempre de una pregunta esencial: ¿cómo está la vida?
La vida está acomodando lo que ha quedado desprovisto. La vida está abrazada al infinito recorrido material e inmaterial de lo visto por un hombre que procuró totalidad, para facilitarnos el asombro delante del mundo fenoménico.
Su recorrido nos permite acercarnos a él mismo, como un portador de polen, de algo orgánicamente intacto y original que sabemos «mamá», «árbol», «niño», «caballo», «jardín», «noche».
Habla ahora la superficie de la imagen y se abre un tejido de necesidades y también de respuestas a la carestía más arrolladora. Y en esa imagen, ser viviente, aún —y para siempre—, en la metáfora quieta, nunca más transitoria.
Estaremos en el ahora a punto de ver aquello que está más allá de nombres y formas legibles y conocidas, en su legado de naturaleza cercana, microcosmos y macrocosmos, con la belleza como fin.