I
El hombre ha metido alguna ropa en el morral, empujándola con el puño como si la vieja camisa tuviera alguna deuda pendiente con él. Ha llenado un termo de café y abierto la puerta de la nevera para revisar en el interior con mirada rauda. Nada hay allí que pueda llevarse para el camino. Casi no ha comido la víspera. La decisión de emprender ese viaje le sobrevino como un golpe de fiebre. Ya están listos el equipaje para tres días y el equipo de trabajo, falta el avío para el camino… No quisiera detenerse más de lo imprescindible. Necesita moverse. Necesita salir de su casa y no haber llegado a ninguna parte. Le urge estar de viaje, ser el viaje, mantenerse suspendido en el movimiento hasta sentir que no hay principio ni final. La esposa lo encuentra iluminado por la luz de la nevera. Le extiende una bolsa de papel crujiente y lo mira con esa mirada alimenticia de ella, esa mirada silenciosa que lo ha mantenido cuerdo y bien nutrido. El hombre recibe el paquete donde cruje un pan de canilla relleno de jamón y queso, besa a su esposa en la sien, le da las gracias y se encamina a la camioneta. Lanza el morral y la bolsa en el asiento, coloca la cámara junto a él y aferra el volante. Pronto será de noche.
No es, desde luego, la primera vez que emprende un recorrido así, de sopetón, sin planes ni preparativos. De hecho, ya ha mostrado sus fotografías hechas desde el carro. Pero esta vez es diferente. En esta ocasión no se trata solo de captar la vida tal como pasa delante de los ojos de un hombre. Esta vez… no sabe muy bien… hay algo más. Necesita entender la naturaleza de lo efímero. Al partir ha dicho la mitad de la verdad. Sí, viajará de Caracas a Guayana para hacer una serie de fotografías con las que participará en una bienal. Pero hay algo más. Algo que no puede explicar ni a sí mismo.
Todo empezó cuando estaba leyendo a Heráclito. «Sobre aquellos que se meten en el mismo río pasan aguas siempre distintas y las almas se alzan exhaladas de lo húmedo». Leía acostado y se incorporó como picado por un mosquito rencoroso. Ahí estaba lo que él quería fotografiar. Heráclito de Éfeso le enviaba una carta desde el siglo V antes de Cristo. ¿Soy el mismo en el instante en que algo llama mi atención y cuando aprieto el obturador? ¿Soy el mismo, aun cuando entre los dos hechos no haya transcurrido más que una fracción de segundo? El hombre sospechaba que no. Que al hacer clic en la cámara ya era otro, puesto que había sido transformado por la visión previa, por esa especie de epifanía. Y esas almas húmedas… no por nada Heráclito era llamado El Oscuro… para el hombre, sin embargo, estaba claro: las almas no solo son incorpóreas, también está en su naturaleza la capacidad de fluir. Un fluido que no tiene principio ni fin. ¡Eso es lo que necesito fotografiar!, se había dicho el hombre.
Un par de horas después de salir de Caracas empezó a llover. El hombre adivinó la lluvia antes de que cayeran las primeras, enormes, gotas, porque le empezó esa comezón en los codos. Tenía los codos blanquísimos por la resequedad. Alternó los brazos para rascarse contra el volante y, cuando vino a ver, tenía la lluvia encima. Se sintió eufórico. No había tenido que esperar a llegar al río para introducirse en las aguas distintas de Heráclito. Tanteó en la oscuridad y cogió la cámara. Limpió el vidrio, ya nublado por la condensación, y empezó a hacer fotografías. Casi sin mirar. Sin dar margen a esa fracción de segundo que lo separaba del que había sido antes del clic. Disparaba y disparaba. Como si la cámara fuera una extensión de su cuerpo, de su alma, húmeda al exhalar en el acto azaroso de la creación.
Cuando salió del aguacero, rompió la bolsa sin quitar la vista del camino. Comió con avidez. Si aquel viaje terminaba sin respuestas, al menos había comenzado con buenas preguntas. No era poco.
Es eso, pero hay algo más. En el fondo de su alma sedienta de la humedad del río que nunca es el mismo, sabe que hay algo más. Una búsqueda.
II
Condujo toda la noche. La travesía, la soledad, el silencio, lo ayudaron a darle forma al proyecto. Fotografiaría no lo transitorio, puesto que toda imagen fotográfica es la constatación de lo momentáneo; no, fotografiaría lo que está en pleno transitar, que es diferente. Aquello cuya condición y destino es peregrinar, continuar, siempre fugitivo, siempre igual, siempre distinto.
III
Este viaje lo hizo Ricardo Jiménez en 1997, mientras avanzaba por pueblos y caminos del llano venezolano. “Bitácora”, el portafolios resultante, le haría merecedor del Premio V Bienal de Guayana en 1998.
Veinticinco años después, el conjunto se exhibe en el Festival Off de PhotoESPAÑA 2022. Lo acoge, desde el 28 de mayo de este año, la madrileña Le Mur Gallery, que ofrece sus paredes para las 22 imágenes, en blanco y negro, impresas en 30 X 40 cm, de manera que el espectador debe acercarse para verlas: el formato impone una proximidad como de beso.
IV
Ves las fotos una, dos, tres veces. Quisieras no hablar con nadie y salir rápido de la galería, quedarte a solas con el impacto. Las fotos te han sacado de la realidad del hirviente verano de Madrid para llevarte, ¿adónde?
Al día siguiente, tu primer pensamiento es para “Bitácora”, que se ha pegado a tus ojos como un sueño muy vívido. Te pones una camisa vieja, llenas el termo de café, abres la nevera y la sensación sigue allí. Sacas el pan de la bolsa de papel y, de pronto, identificas la emoción: es lo que ocurre con el poema: que sigue diciendo… Horas después de su lectura, sigue expresando, qué, no se sabe. Es la capacidad de la poesía, una producción incesante de sentido. El poema, como estas fotografías de Ricardo Jiménez (Caracas, 1951), es una pregunta que no se cierra. No pierdes el tiempo preguntándole al poema qué quiere decir, porque el poema, como tú, nunca es el mismo.
Por suerte, tienes un email cuyo documento adjunto trae las fotos. Corres a verlas. Vuelves a ver ese detalle del que ya te habías percatado en la galería, hay varias imágenes donde la luz parece salir de las criaturas que pueblan ese mundo fluvial y profundo de “Bitácora”. Del zarcillo de una mujer inclinada desde un puente para ver el paso de la corriente; las medias pulquérrimas de las colegialas allegadas al río para recoger muestras que llevar a la clase de biología; los zapatos refulgentes del marinero; la mano del hombre apoyada en una reja…
El centro del discurso es una fotografía que muestra una pared, -probablemente, una fachada-, lo único que ha quedado en pie tras quién sabe qué devastación. Desde los huecos dejados por las arrancadas ventanas, se ve pasar el río. Vista en 2022, no podemos sino ver en esta imagen una metáfora profética de cierto pueblo que mira el horizonte desde las ruinas de su realidad circundante. “Escombros victoriosos” se titula la instantánea, una especie de chiste macabro…
Hay una imagen de aquellas con las que diera inicio el viaje, la foto de la tormenta, del rayo que cruza el cielo e ilumina la carretera mojada y extrañamente plateada. No puedes sino ver, en la línea central del camino, una columna vertebral, ¿acaso la del artista visual que ofrece la espalda al azote de su terca vocación poética?
Todas las imágenes de “Bitácora” son pródigas en significados. Te prometes escribir un relato con la historia de las dos mujeres en el fondo de una cantina; una se ha echado sobre el mantel de hule para contarle algo a la otra y, en el momento de la revelación, las cortinas se abomban como llevadas por una brisa deliciosa y cómplice. Sospechas que la confidencia tiene que ver con una barriga (un embarazo), la cortina lo ha oído y lo celebra.
Hay una puerta recorrida por una grieta. Una resquebrajadura que sabes que no se va a detener ahí, porque no será la misma después de la fotografía: persistirá en su huida (como el significado del poema).
Y está la foto del muchacho obeso. Es de noche y está sentado en el borde del cajón de una camioneta. Nos da la espalda. La enorme espalda por la que parecen reptar volúmenes sobrantes. A su izquierda, baja una calle solitaria. La camioneta está estacionada en una esquina mal iluminada por un bombillo realengo, frente a una casa cerrada en cuya fachada se esparcen los cables. El muchacho recuesta un brazo en el techo del vehículo y, en el almohadón de su brazo, acomoda la cabeza; sabe que la espera será larga, ¿repasa su vida, siempre la misma, siempre pasando?
Y está el río. No el de Éfeso. El Orinoco. El Caura. El río del alma.
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