Sofía Ímber. Caracas, Venezuela, circa 1974: © José Sigala

El tiempo de Sofía

Fecha de publicación: abril 1, 2024

El escenario

Después de la identidad de la fotografiada, Sofía Ímber Barú, lo más sencillo de establecer ha sido el lugar donde se hizo esta fotografía. Se trata de la sede del MACC (Museo de Arte Contemporáneo de Caracas), concebido y fundado en 1973, por la propia periodista y promotora cultural que vemos en la imagen, e inaugurado el 20 de febrero de 1974.

El espacio, de corte brutalista, fue rediseñado en su momento (para adaptarlo a la función museística) por el arquitecto Nicolás Sidorkovs. 

La foto es magnífica por muchas razones, pero resalta la que tiene que ver con el lugar donde fue hecha, debido a que el autor incluyó las tres líneas del escenario como puntos donde se cruzan partes de la mujer observada (su cuello, su cintura y su cadera) con las horizontales que ofrece la arquitectura del edificio.

El día

Lo sabremos, pero hoy no tenemos certeza. Confiamos en que no tardaremos en obtener el dato, porque un equipo estelar, compuesto por Caroline de Oteyza y Larissa Hernández, trabaja en la digitalización del archivo de Sofía Ímber y, precisamente, el conjunto de fotos del que esta forma parte está pendiente de ser procesado. 

Adriana Meneses Ímber, periodista y galerista, hija de la fotografiada, calcula que la instantánea puedo ser hecha en 1974 o 75. “Y, si mal no recuerdo, fue una sesión de fotografías para el suplemento Séptimo Día o para la revista Pandora, que circulaban con El Nacional”.

Es muy posible que fuera hecha en 1974, a propósito de la inauguración del MACC. Sofía, nacida en Soroca, en un país llamado entonces Besarabia (hoy territorio de Moldavia), el 8 de mayo de 1924, tenía cincuenta años, estaba en la cúspide de su atractivo y brillo personal, que la foto capta con fidelidad. 

El contexto 

El 12 de marzo de 1974, Carlos Andrés Pérez asume el cargo de 42° Presidente para el periodo constitucional 1974 -1979. Había ganado las elecciones el domingo 9 de diciembre del año anterior, con el 48.70% de los votos. Ese día, el de la toma de posesión, desdeñó el automóvil oficial para ir caminando hacia el Palacio de Miraflores. Era la tónica de los tiempos. Pérez tenía 49 años. El liderazgo nacional, que ambos, él y Sofía, integraban, era enérgico, sexy, optimista, atlético, liberal. Nada que ver con los carcamales del pasado y, mucho menos, con los chopo e’piedra barrigudos, ignorantes y ridículos. 

El MACC era pieza fundamental en el proceso de consolidación de la democracia venezolana, que encontró en la cultura, la literatura y las bellas artes uno de los frentes de combate a los extremismos que la asediaban, los golpes militares y las guerrillas.

En un ensayo titulado La cultura ‘oficialista’ en la Venezuela de los años 60. El caso de Imagen, Ioannis Antzus Ramos explica que «en el contexto de radicalización política pero también cultural y estética de los años 60, el Estado venezolano impulsó una cultura liberal y occidentalista que se presentaba a sí misma como la norma, con lo que denunciaba implícitamente cualquier orientación que se alejase de sus postulados. Para lograr la desmilitarización cultural de los bandos contrarios al consenso democrático, los medios culturales del Estado se ocuparon de exaltar “las bondades prácticas del diálogo” y “la tolerancia”, y establecieron una separación radical entre la cultura y la política que les llevó a impulsar una estética de modernidad, fundada en los conceptos de autonomía y universalismo».

—La intervención del Estado venezolano en la cultura -sigue Ioannis Antzus Ramos- alcanzó una dimensión verdaderamente importante a partir del momento en que Simón Alberto Consalvi asumió la presidencia del INCIBA (Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes) en 1965. Del mismo modo que el gobierno de Raúl Leoni (1964-1968) había cambiado de estrategia con respecto a la guerrilla tratando de reintegrar a los antiguos combatientes a la política parlamentaria, el INCIBA intentó desmilitarizar la cultura y lograr la progresiva unificación del campo literario en torno al sector oficialista. Para alcanzar la unanimidad en torno a la posición consensual, los organismos culturales del Estado “hicieron esfuerzos por tender el puente roto entre la izquierda cultural y el resto del mundo venezolano”. […]

Al mismo tiempo, el vínculo del INCIBA con las posiciones artísticas más avanzadas de Occidente –cuyas características eran el internacionalismo cultural, el vanguardismo estético, la autonomía literaria y el componente crítico- fue un gancho atractivo para la izquierda cultural».

Así, mientras las dictaduras del cono sur perseguían a escritores e intelectuales, Venezuela premiaba las vanguardias con el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, creado el 1 de agosto de 1964 por decreto del presidente Raúl Leoni. Y, mientras algunas sociedades de Hispanoamérica se mantenían aferradas a gustos conservadores y adocenados en las artes plásticas, Sofía Ímber organizaba exposiciones fabulosas con lo más contemporáneo de la sensibilidad mundial. 

El autor

“El retrato pertenece a una serie de negativos a color en formato 6 x 6 que provienen de la misma fuente y que posiblemente tuvieran que ver con algún reportaje”, es la información que proveen los técnicos del Archivo Fotografía Urbana.

En un primer momento no se sabe muy bien quién ha hecho la fotografía. Fuentes cercanas a la etapa inaugural del MACC conjeturan: puede ser de Ricardo Armas, de Charlie Riera o Alberto Sisso. Pero los fotógrafos aludidos lo van negando. La imagen no es de ninguno de ellos.

—Por la sonrisa de ella -apunta la fotógrafa Sara Manerio– uno diría que podría ser alguien cercano a Sofía.

La búsqueda nos toma unas semanas. Adriana Meneses, como el galgo cuya eficiencia le viene de raza, hace llamadas y envía correos electrónicos. Hasta que un día me comunica el hallazgo: la foto es del maestro barquisimetano José Sigala. El archivo que lleva su nombre lo ha confirmado. 

—Sigala era muy amigo de mi mamá —refrenda Adriana. 

El traje

Medio siglo tiene ese vestido. Claro, eso se sabe. Pero lo ves y no lo puedes creer. De hecho, se sigue vendiendo, como un “vintage” de la Casa Lanvin. Es obra del diseñador belga Jules-François Crahay, quien trabajó para esa firma entre 1964 y 1984, época en que tenían tiendas en varias ciudades del mundo (París, Londres, Nueva York, Montreal…). 

La periodista Marta Sedes Von Dehn no titubeó al ver la fotografía: “Ese es un vestido Lanvin. Mi mamá tenía uno igual. No sé dónde lo compró. Mi mamá solía comprar cuando viajaba; y en Caracas, en la tienda Adam’s, que tenía ‘Le premier etage’, un piso de acceso exclusivo, donde vendían Dior, Lanvin, Cardin…”.

En la página web de Lanvin pone que el modelo es de la colección de los 70, que el estampado es ‘Polka dot print’ (de lunares) y que está hecho en polyester. La vestuarista Sandy Jelambi agrega: “Pero un polyester muy bueno. En esa época se usaba mucho ese polyester, que podía pasar por seda, pero era un tejido sintético. De gran calidad, eso sí”.

Sofía Ímber fue una de las mujeres venezolanas con un estilo más específico en su forma de vestir y arreglo personal. El traje de la foto no es el más representativo de su estampa habitual, caracterizada por los trajes de chaqueta, así como las blusas y los foulards de seda, pero concentra su personalidad, su posición ante la vida, digamos, y, naturalmente, su conexión con las novedades artísticas y las tendencias mundiales.

— A mis cuatro o cinco años de edad, -dice María Antonia Erminy- pensaba que esa señora era la más elegante que había visto en mi vida. Recuerdo verla bajando unas escaleras de caracol en el Museo, vestida con una blusa blanca con un lazo y una falda gris justo por debajo de las rodillas. Ella bajó saludando a mi papá y yo me quedé extasiada con su elegancia.

Como es sabido, la chaqueta de tweed y la falda trapecio fueron aportes de Coco Chanel, en los años 50. La modista francesa, aliada de la libertad y comodidad del cuerpo femenino, fue la influencia principal en el guardarropa de Sofía Ímber, por la mezcla de sofisticación y sencillez de su trabajo, pero, sobre todo, por el rechazo de Chanel al menor atisbo de dramatismo.  

Desde luego, Sofía no tenía estatura física para detalles superfluos, pero su inclinación al ascetismo en la vestimenta y los afeites, su exigencia de sastrería magistral, así como su búsqueda de una sobriedad anclada en la modernidad y el vanguardismo, todo eso venía de su gran estatura intelectual y moral. Lo otro es que Sofía no paró de trabajar. Necesitaba prendas que no restaran libertad a sus movimientos ni feminidad al impacto de su personalidad. Para todo eso, lo indicado es Chanel y la escuela que creó la “emancipadora de las mujeres”.

El traje de la foto tiene la impronta de la maestra en esas líneas sueltas que no constriñen el talle (aunque Lanvin le agregó un mínimo cinturón de la misma tela para definir la silueta) y, naturalmente, en ese aire de abstracción y geometría que la moda de la época abrazó y que el museo de Sofía tanto divulgó. 

El peinado

El estilismo de Sofía Ímber es obra de la legendaria estilista Marietta Fernández (conocida como Bilancieri, mientras estuvo casada con Israel Bilancieri, padre de sus tres hijos).

Nacida en Maracaibo, en el seno de la familia Andrade Jugo, conocida en la región por contar entre sus miembros a músicos y escritores, el 2 de noviembre de 1943, Marietta acaba de cumplir 80 años. Y su negocio en Las Mercedes cumplió en estos días cincuenta años. Pero antes de abrir el local en el sureste caraqueño, Marietta trabajaba en su casa en La Florida.

—Conocí a Sofía cuando yo tenía 19 años -cuenta Marietta-. Yo estaba embarazada y fui a la consulta del doctor Coronil, esposo de Lya, la hermana de Sofía. Además, vivíamos en la misma cuadra. Yo no estudié peluquería. Mis compañeras del Instituto Escuela venían a mi casa para que yo les cortara el pelo y las peinara. Los vecinos advirtieron esto y empezaron a venir también. En 1961, Sofía se convirtió en mi cliente y en mi maestra. Me convirtió en discípula de su ética del trabajo, su anhelo de perfección y su compromiso con todo lo que hacía. 

«Desde el principio, la peinaba todos los días del mundo. Ella me llamaba a las cuatro y media de la mañana y venía a casa o yo iba a su casa. Y yo la atendía siempre, aunque estuviera enferma. Cuando me sacaron las cordales, ardía en fiebre, pero a Sofía había que atenderla. Y se lo agradezco, esa disciplina la mantengo hasta hoy, cuando sigo en mi trabajo».

Fue ella quien le diseñó el corte de pelo que Sofía mantuvo desde los primeros años 60 hasta su muerte, ocurrida el 20 de febrero de 2017. “Ella tenía cita conmigo el miércoles y no llegó. Murió el lunes”.

—Su cabello era muy fino. Le hice, pues, un corte pixie, de copete abundante, con más volumen arriba que en la nuca y los laterales. Ella tenía una frente ancha y redondeada, y quería tapársela. Le creé, pues, un estilo que le echara el cabello hacia la cara, una pollina. A cambio, ella me enseñó a ser una profesional de mi arte y a hacer un bistec a la francesa: se calienta la sartén con aceite y mantequilla, se pone el bistec, que debe ser grueso, primero de un lado y, cuando comienza a salir la sangre, se voltea. Queda perfecto.

Además del corte, que Marietta siguió haciéndole aún cuando migró a Las Mercedes y entonces Sofía empezó a ir a la peluquería de Pippo, la teñía con un rubio mediano y le hacía mechas doradas. “Con el tiempo se fue aclarando más el color y las mechas fueron también más claras”. También la maquilló muchas veces. “Le aplicaba una base clara, sombra para los ojos marrón claro, muy poco rimmel, que nunca era negro y un labial color rosa viejo. Todo de Chanel”.

Al preguntarle a Marietta si Sofía le hacía confidencias en tantos años de proximidad, la estilista explica que Sofía venía siempre con el tiempo contado y con el cabello ya lavado. “Lo que hacía, sobre todo, era leer. Yo fui varias veces a su casa, cuando estaba casada con Meneses (también la acompañé a verlo cuando ya él estaba muy enfermo), tenían una biblioteca que iba del piso al techo. Usaban una escalera para buscar los libros. En una ocasión fui a esa casa, Sofía estaba muy joven, y los niños pequeños, y la encontré sentada ante la máquina de escribir, tecleando furiosamente (era una mecanógrafa muy buena) desnuda de la cintura para arriba. Esto lo digo para ilustrar la confianza que nos teníamos… y aún así, nunca la vi llorar. Jamás. Muy triste, sí, pero llorar, jamás”.

—Sofía era muy eficiente. Con todo. También con su imagen. Estaba muy clara con la imagen que quería tener. Nunca en la vida se apareció con un recorte de prensa para que le hiciera tal o cual estilismo. Su modelo y su inspiración se llamaba Sofía Imber. No le interesaba gustarle a nadie ni lo que estuviera de moda, sino sentirse bien. 

El pulgar rígido

—Ese gesto del pulgar era muy característico de ella- dice Adriana Meneses-. Ella usaba mucho las manos al comunicarse. Y, por cierto, también las manos eran uno de sus grandes temas, coleccionaba dibujos de manos. En los últimos años tuvo una artritis que le deformó las manos, lo que la entristeció mucho.

En su libro Cómo conocer a las personas por su lenguaje corporal mas allá de las palabras, el cuerpo no miente, Leonardo Ferrari establece que los pulgares se usan para expresar dominio, superioridad e incluso agresión. “Representan expresiones positivas usadas a menudo en las posiciones típicas del gerente «frío» ante sus subordinados. El hombre que corteja a una mujer las emplea delante de esta y son de uso común también entre las personas de prestigio, de alto status y bien vestidas. Las personas que usan ropas nuevas y atractivas hacen más gestos con los pulgares que las que usan ropas pasadas de moda. Las mujeres agresivas o dominantes usan también este gesto”. 

Y es verdad que, por mucho tiempo, Sofía fue percibida como una figura imponente, poco afectuosa, incluso fría. A pocos años de su desaparición, sorprende comprobar, al hacer circular esta fotografía para recabar información, la intensa nostalgia que moviliza. Sofía Ímber es, a no dudarlo, una persona muy querida, símbolo de lo bueno, lo sano y lo hermoso de Venezuela.

Las joyas

—La ocasión debe ser importante, -dice Adriana Meneses- porque tiene las prendas que adoraba. La sortija de diamante que le regaló Carlos [Rangel, su esposo]. Con un montaje muy sencillo. La vendió ella, hace años, después de que salió del museo, cuando la situación económica se volvió complicada. 

“En algún momento dejó de usar prendas en Venezuela, pero en la foto lleva las pulseras: la gruesa, que sobresale y está como por encima de las demás, había sido de su madre, Ana Barú, quien la trajo de Rusia, cuando ella y sus dos hijas vinieron a Venezuela a reunirse con su esposo Naum Ímber, quien había llegado tres años antes. Y lleva también tres pulseras antiguas, cada una con una piedra distinta, esmeralda, lapislázuli y rubí. Lleva sus zarcillos de diamantes. Los collares no se ven mucho, pero mi mamá siempre llevaba una cadena de oro, un dije en forma de manito (las que se usan para leer la Torá en la religión judía), así como una collar de finales del siglo XVIII, que había comprado en Inglaterra y era de esas cosas de las que nunca se separaba”.

A Adriana le extraña ver un solo reloj en la muñeca de su madre. “En la foto solo se ve uno, el Jaeger-LeCoultre, planito, pero desde que yo recuerde ella usaba dos relojes, porque era obsesiva con la puntualidad y no toleraba que se hiciera perder el tiempo de nadie. Los dos tenían la misma hora, no es que tuviera uno con una alternativa o simbólica, es que le encantaban. Tenía una linda colección. Mi mamá tenía una cierta fijación con el tiempo y los relojes”.

                                                       

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