Roberto Obregón: Soledad López © Archivo Fotografía Urbana

La rosa nocturna de Roberto Obregón

Fecha de publicación: noviembre 18, 2024

La imagen es clara y, a la vez, enigmática. Puede verse a un hombre en cuclillas, que observa una planta en la noche, a la luz de una potente linterna. El hombre es joven y la matica, lo es más aún, se ve flaquita, casi aterida. Hasta aquí llegan las nitideces, la foto no nos dice qué hace un muchacho a esa hora de zascandil en el sereno, ni cuál es la ruta que sigue la planta, si es la vida o si es la muerte (si la plantan o la arrancan). Lo dicho: nada es la imagen sin la palabra…

Leemos las fotos de izquierda a derecha, como los textos, y en este caso se nos narra una historia más bien difusa sobre: a) un rosal, b) un hombre que lo cuida y c) la oscuridad, que ocupa todo el tercio vertical derecho, delimitado de arriba a abajo por la oreja, los tres botones, la pierna izquierda y el brazo que sostiene la linterna, apenas sugerido por el claroscuro del antebrazo que la luz roza. Más que mostrar o explicar, esta imagen busca compartir la intriga que suscita un hombre conspicuo, raro, quizá difícil de comprender. Un bicho de la noche.

Lleva bluyines y camisa oscura de manga corta, con tres botones muy visibles que delimitan el área iluminada. Se percibe un pie calzado con lo que parece una pantufla, lo cual indica que está en su casa y que, sea lo que sea que está mostrando en esa maceta, es parte de un proceso que ha venido siguiendo o ejecutando.

El cajón tras la maceta, donde reposa una pala de jardinería, viene a delimitar el tercio izquierdo, donde está el elemento que para el jardinero debía ser el “punctum” barthesiano de la imagen, pero que el fotógrafo ha relegado para apuntar a la mirada concentrada y serena a la que nos conducen, de abajo hacia arriba, la cadena de botones. Y vemos entonces al hombre, de cabello abundante y recio, con una verruga o lunar en la mejilla izquierda, ya cerca del cuello. El tercio vertical central aporta información sobre el estado del suelo, pedregoso, sin cubrir, lo cual permite imaginar el sonido de los pasos del jardinero al acercarse y agacharse, mientras explica algo muy suyo que le ocupa la cabeza noche y día y que ocurre en el patio de su casa.

La fotografía, sin ser grandiosa ni revestir calidad especial por sí misma, cuelga, sin embargo, en las paredes de un importante espacio expositivo, como es la Sala Mendoza, que en colaboración con El Archivo, exhibe por estos días la muestra Contactos: Soledad López, Claudio Perna, Roberto Obregón.

La rosa, un paisaje emocional

El jardinero nocturno es el artista plástico Roberto Obregón (1946 – 2003). «Nació», dice el historiador y curador de arte, Ariel Jiménez, «en el seno de una familia humilde, en la costa caribe de Colombia. Su padre fue artesano zapatero, su madre costurera. En 1950, cuando tenía apenas cuatro años de edad, la familia entera se mudó a Maracaibo, del otro lado de la frontera colombo-venezolana. Se instalaron en una zona todavía rural, rodeada de campos de cultivo y terrenos baldíos. Allí transcurrió su infancia y primera juventud, hasta que en 1967 se trasladó definitivamente a Caracas, donde produjo lo esencial de la obra que nos ocupa. De su infancia en Maracaibo, y de lo que fuera su existencia durante esos veintiún años iniciales, nos interesan esencialmente dos aspectos: los conflictos que le impuso la figura de un padre violento y dado al alcohol, y luego la tesitura del medio en el que se formó, marcado por el Surrealismo y por una izquierda particularmente militante, en especial durante la década del sesenta. Las tensiones que produjo el choque de estas dos circunstancias: una de honda introspección, de callada y dolorosa vida interior, la otra de exigente compromiso social y político, ejercieron en él una influencia durable que no podríamos negar sin cercenar parte del interés cultural que hoy tiene para nosotros.»

Hacia finales de los años 60, Obregón ya se contaba entre las figuras emergentes del movimiento neofigurativo en Caracas y desde entonces hizo registros muy personales de las mudanzas operadas por el tiempo en la naturaleza; al principio, con el Ávila y luego, con un motivo que no lo soltó jamás, la rosa. La rosa y sus pétalos, juntos o solitarios, plenos de vida y jugos o marchitos y encogidos.

Con estas pistas sabemos, pues, que, lo que ocurre en esta fotografía, es que Obregón está plantando una rosa, no tanto por la obsesión de un floricultor desvelado, sino como un artista que despliega una “acción”, en conjunto con la también artista plástica, Soledad López, quien lo acompaña, secunda y fotografía.

El curador cubano-venezolano, Félix Suazo, comisario de la citada exposición, dijo en entrevista con Ariel Jiménez, en Papel Literario, de El Nacional (17 de noviembre 2024) que: «“Contactos” pone a dialogar el trabajo de tres artistas venezolanos que, si bien nacieron en el extranjero (Claudio Perna nació en Milán, en 1938, y murió en Holguín, Cuba, en 1997. Roberto Obregón en Barranquilla, Colombia, en 1948 y murió en Tarma, Venezuela, en 2003. Soledad López nació en Bilbao, España y murió en Caracas en 2016), se formaron y desarrollaron su actividad creativa en el país.» Por esa entrevista nos enteramos también de que Soledad López cultivaba rosas para Roberto, quien, según agrega Suazo «veía en las rosas una suerte de paisaje emocional y transfería a este sus inquietudes sobre el tiempo, la vida y la muerte.».

¿Por qué cree que Obregón y la rosa?

Hay dos respuestas, -dice Ariel Jiménez para la pregunta de por qué Obregón y la rosa- una personal y una, artística.

«La primera se explica por un recuerdo infantil en casa de su abuela, quien tenía un rosal que no le dejaban tocar y siempre le intrigó. Luego, el hecho de ser un símbolo de belleza y fragilidad, sensiblero y hasta Kitsch, lo llevaron a emplearla, junto a la técnica de la acuarela, que tenía en los 70 connotaciones femeninas y que era, además, una técnica despreciada por los mayores tenores de la modernidad, entiéndase tanto los cinéticos como los militantes de El Techo de la Ballena. Emplear esa técnica y el “tema” o recurso de la rosa, con todas sus connotaciones sensibleras y femeninas, era una manera de oponerse a ese carácter progresista, tecnicista y militante de los modernos. Eso lo expresa claramente en sus entrevistas. La rosa, por lo demás, tiene muchísimos niveles simbólicos, y él, gran admirador de Jorge Luis Borges, se interesaba por esa carga estratificada de símbolos.»

El evento ocurrido en la infancia de Obregon al que Jiménez alude en entrevista hecha para esta nota, está desarrollada en su libro sobre el artista colombo-venezolano (“Dolor cifrado. Roberto Obregón o una estética de los inconmensurables”. Caracas: Fundación Seguros Venezuela, 2016).

—…sucede en Medellín, -escribe Ariel Jiménez en ese libro- en el jardín de una anciana en la que él veía a una «mulata esclava […] que andaba siempre descalza». Resulta que esa señora –curiosamente llamada flora– tenía un rosal especialmente hermoso al que no le dejaban entrar, y que él además no podía tocar, porque era demasiado pequeño para llegarle. […] la belleza de aquel rosal inalcanzable, unido a la figura primitiva y mitológica de Flora, emerge como la imagen misma de una belleza primigenia y redentora. No tanto porque pueda afirmarse que un niño de escasos cuatro años, haya podido captar el significado de esa diosa greco-romana de las flores y la fertilidad vegetal, cierto, pero sí porque la cercanía entre su nombre y el de las flores haya podido impactarlo con particular intensidad en ese momento. También, por último, porque el conocimiento ulterior de la rosa y su simbología han podido enriquecer poco a poco ese recuerdo, «trabajándolo» paulatinamente hasta hacerlo potente, y allí, en esa elaboración ulterior de la memoria, sí es perfectamente factible imaginar que el personaje de flora haya podido adquirir un relieve suplementario.

La siembra, ese dictamen personal

La curadora y crítica, Tahía Rivero, quien fuera gran amiga de Obregón, confirma, en entrevista, que: «La fotografía capta un momento en que Roberto Obregón siembra una rosa, una acción que repitió en muchos lugares y ocasiones, una de ellas, por cierto, se hizo en la Galería de Arte Nacional (GAN) en su homenaje, una vez que él ya había muerto, porque él había hecho esa acción en el jardín de la GAN, hoy Museo de Bellas Artes.»

—Para Roberto -sigue Tahía Rivero- el mundo se encierra en la forma de una flor y en todas las simbologías que ella envuelve. Para él era muy importante tomar un objeto cotidiano, con esa simbología agotada como la rosa, y resignificarla: que esa flor recree una realidad vista, agotada, deja de ser importante, porque él nos propone distintas lecturas de la rosa, justamente haciendo una analogía entre el trabajo que él llevaba adelante, que eran Las Disecciones, la disección de la rosa y la del cuerpo humano.

En un ensayo publicado en la revista Estilo, en febrero de 2020, Ariel Jiménez explicó esta etapa del trabajo de Obregón:

«Disecciones. Tan pronto como, hacia 1974-75, Obregón decide emplear la disección de una rosa como herramienta básica de lenguaje, la gran mayoría de su producción se dedica a explorar, y explotar, su rica estratificación simbólica. Así, cuando busca poner en juego su idea de un tiempo cíclico, no solo enumera los pétalos al derecho y al revés, sino que además los organiza en triángulos (referencia directa a la alquimia), los asocia a los símbolos presocráticos de los cuatro elementos, recurre a un imaginario milenario –ese que en Heráclito lo asimila a la corriente de un río– y, por último, acude a esquemas científicos contemporáneos, el llamado ciclo hidrológico. Lo hace, pues, deshojando una a una las capas conceptuales desde las cuales pensamos el tiempo. Cuando, por el contrario, se centra en la noción del accidente, dispone los pétalos en secuencias regulares, en una sucesión de columnas y filas. Y allí, en medio de esas rigurosas seguidillas, de repente se pierde alguno de sus pétalos, o su numeración se disloca, generando una discontinuidad inesperada e inexplicable que emplea luego para abordar los más diversas preocupaciones, como la fragilidad de la vida, la enfermedad y la muerte, la singularidad de todo individuo. Sus disecciones son, así, una verdadera herramienta de lenguaje, no la simple organización formal de sus pétalos.»

Tahía Rivero completa: 

«Todo el trabajo con relación a la rosa de Roberto Obregón propone eso, lecturas sublimadas de la naturaleza, del dolor, el tiempo, lo femenino … es también una crónica de la vida y de la muerte, un elogio a la florescencia, a la belleza, a la exuberancia, así como a la agonía, al fallecimiento tranquilo, adormecido, porque Roberto Obregón se refugia en el arte para cambiar, transfigurar, el lugar común, para sentirse libre, para expresar su vida con libertad; y, sobre todo, para seguir un dictamen personal.»

Roberto Obregón representó a Venezuela en la Bienal de Venecia de 1997; en 1998 en la Bienal de Estambul; y en 2013, en la Bienal de São Paulo, donde se mostró una antología completa sobre su obra.

                                                           

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