Dos veces estuvo Charles Lindbergh en Venezuela. En la primera ocasión era soltero y sin más compromiso que recorrer los cielos del mundo. Pero acababa de conocer a la muchacha que un año después se convertiría en su esposa, en cuya compañía vendría por segunda vez.
Las dos imágenes de Luis Felipe Toro, ‘Torito’ (1881 – 1955) que ilustran esta nota corresponden a ambas visitas. En una, de 1929, vemos un grupo en el que destaca, por su estatura y extrema delgadez (la ropa parece colgar de una percha sin dueño), un hombre joven; ese es Lindbergh. A su lado está su esposa, probablemente la recién casada que más horas de vuelo acumuló en el primer año de su matrimonio en toda la historia. Ella también lleva un traje un par de tallas más de lo que correspondería.
La otra fotografía es la que Torito hizo de la multitud que esperaba a Lindbergh en Maracay, en enero de 1928. La situación era común a todos los pueblos y ciudades por los que el Águila Solitaria pasó en aquellos meses. Muchedumbres, en ocasiones de muchos miles, se congregaban para verlo aterrizar en su avión El espíritu de San Luis y descender de él, exhausto y triunfante, tras muchas horas dando tumbos entre las nubes. De hecho, tras su histórica llegada a París, en el vuelo que conectó dos continentes en ocasión inaugural, el avión quedó maltrecho por los aporreos al que lo sometieron los curiosos.
La hazaña
Charles Augustus Lindbergh había nacido en Detroit, Michigan, el 4 de febrero de 1902; y en 1927 se convirtió en el primer piloto en surcar el océano Atlántico, de oeste a este, de Nueva York a París, sin escalas. Tenía 25 años. Al salvar más de 6.000 kilómetros sin detenerse a repostar combustible, Lindbergh se alzó con el premio de 25.000 que había ofrecido un hotelero a quien lograra el prodigio.
En 1919, el filántropo francés nacionalizado estadounidense, Raymond Ortieg, había ofrecido esa jugosa recompensa al primero que lograra un vuelo trasatlántico sin escalas entre Nueva York y París. Desde luego, el descendiente de suecos no era el único que se había propuesto responder al desafío. Otros los habían intentado y sus fracasos sirvieron de lección a Lindbergh.
Cuando tenía 20 años, abandonó sus estudios de ingeniería para irse al cuerpo aéreo del ejército de los Estados Unidos, donde resultó el más destacado de su promoción. Tras graduarse, se empleó como piloto civil en la línea de correo de San Luis. Pero, como es sabido, su horizonte no tenía límites. Mientras acarreaba sacas de correo, sacaba cuentas. Llegó a la conclusión de que, si quería triunfar donde otros habían mordido el polvo, tendría que volar liviano. Fue así como encargó un avión a la Ryan Airlines Corporation, a la que dio detalladas especificaciones. Debían hacerle un aparato diseñado para cruzar el océano Atlántico, con espacio para un solo tripulante. Los anteriores intentos, realizados por un equipo de pilotos que se turnarían para enfrentar el previsible cansancio, fallaron, calculó Lindbergh, por el excesivo peso. Él se arriesgaría solo. Pero no fue el de un acompañante el único peso que eliminó. En vez de una silla de piloto normal, con tapicería de cuero y otros lujos, encargó una de mimbre, el más ligero que encontró. Y eliminó uno de los dos radios y paracaídas, por considerarlos lastres innecesarios. Llegó al extremo de de revisar los libros de mapas y, las páginas que no iba utilizar, también las raspó.
Fue así como el 20 de mayo de 1927, salió del hotel Brevoort, de Nueva York, vestido para volar, con chaqueta liviana, y se dirigió al aeródromo Roosevelt, en Long Island. Llovía. No le importó. Ni a él ni a las más de quinientas personas que habían ido al aeródromo a verlo despegar. No pocos estaban persuadidos de ser testigos de las últimas acciones de un joven suicida.
Lindbergh se comió un sándwich y se encaramó en su monomotor de 975 kilogramos, tres metros de alto; 8,5 de largo; y una envergadura de 14 metros. Ya se habían vertido 1.707 litros de combustible en sus cinco motores. Por cierto, Lindbergh había mandado poner el tanque principal del Espíritu de San Luis delante de su asiento, una innovación concebida en previsión de un aterrizaje de emergencia que dejara atrapado al conductor entre el motor y el depósito de gasolina.
La multitud empapada por la lluvia, que no había cesado, contuvo la respiración al ver a Lindbergh saltar a su silla crujiente, cubrirse las orejas de algodón para mitigar el rugido del motor, abrocharse el cinturón, ponerse gafas y casco; y, a las 7:52 de la mañana, el Espíritu de San Luis empezó a rodar por la pista. Cuando alzó el vuelo y se hundió en la niebla, los espectadores vitorearon a gritos. Por años, ese sería el sonido que acompañaría a Lindbergh dondequiera que fuera. Así lo recibieron en el aeropuerto de Le Bourget, cercano a París, donde arribó contra todo pronóstico, 33 horas y 32 minutos después. Así lo acogieron en Inglaterra, donde lo esperaban 150 mil personas tan inquietas en su expectación que el huésped tuvo que dar varias vueltas sobre el aeródromo hasta que la policía británica despejó el espacio suficiente para que aterrizara sin aplastar a ningún fanático. Tal era el fervor, que el Espíritu de San Luis quedó dañado, igual que había ocurrido en París, por los tarascones de la gente determinada a hacerse de un souvenir a expensas de la cubierta de lona de la ya mítica nave, que fue deshecha a desgarrones varias veces, como si fuera una reliquia milagrosa. Lindbergh, como le ocurriría en otras partes en lo sucesivo, tuvo que meterse corriendo en un automóvil que al circular por las carreteras pasaba entre multitudes alineadas para aplaudir al nuevo héroe norteamericano.
El éxito en Inglaterra fue tal que hasta fue recibido por el rey Jorge V, el único que se atrevió a inquirir lo que todos querían saber. ¿Cómo orinaba?
—Ah, es que el asiento de mimbre tiene un huequito al que se conecta un embudo que drena en un envase de aluminio. Ya llegando a la campiña francesa, le quité el corcho al recipiente y lo vacié en el espléndido paisaje.
El rey le obsequió la Cruz de la Fuerza Aérea, el mayor honor en tiempos de paz otorgado a pilotos no británicos.
Dice el Presidente que regreses
Cuenta la leyenda que Lindbergh que si por Lindbergh hubiera sido, habría prolongado sus paseos por Europa, pero el pueblo estadounidense deliraba por su muchacho, al que ya había apodado Lucky Lindy, y el presidente Calvin Coolidge lo mandó a llamar. El 3 de junio de 1927, el Espíritu de San Luis, desarmado y embalado en cajas, zarpó con su piloto, de Cherburgo rumbo a los Estados Unidos. El recibimiento ustedes se lo imaginan, baste decir que mientras navegaba de regreso en el Memphis, Lindbergh recibió centenares de telegramas con ofertas que iban desde aparecer en películas hasta ser imagen de innumerables productos, pasando por conferencias y desfiles en su honor.
El 16 de junio de 1927, se hizo una ceremonia en del hotel Brevoort, en Nueva York, para que Ortieg le entregara a Lindbergh el cheque por los 25 mil palos. Ya Lindbergh era una celebridad. Correos imprimió una estampilla con su foto, se compusieron más de 200 canciones alusivas a su coraje y proyectos, y se popularizó una variante del charlestón llamada «Lindy Hop”. Eso, para no mencionar los desfiles, discursos y condecoraciones, imposibles de contabilizar, así como las publicidades con la estampa del larguirucho ahora convertido en reclamo de sombreros, zapatos, navajas, bolígrafos, juguetes, relojes, cereales… tal era el estruendo en todos lados, que la única vía para escapar del alboroto que le quedó a Lindbergh fue la cabina del Espíritu de San Luis, en la que se refugiaba con ruta al cielo en cuanto podía.
El 20 de julio de 1927 empezó una gira por los 48 estados continentales de la Unión. Tres meses después, el 23 de octubre, cuando la culminó, había recorrido 35.968 kilómetros. Naturalmente, aterrizó en las 48 entidades, lo cubrieron con papelillo y grageas, los ensordecieron con pitos y chillidos… Al final, lo esperaba el embajador de Estados Unidos en México.
Te esperan en 16 países donde hablan español
El embajador Dwight Morrow lo invitó a México y le comentó de pasada que su Gobierno había pensado que quizá sería chévere que se diera una pasadita por otros quince países.
El 13 de diciembre de 1927, Lindbergh le dio una palmada en el morro al Espíritu de San Luis y le dijo: «Chamo, nos esperan en el sur». Batiría otro récord. Ahora, un vuelo sin escalas entre Washington y Ciudad de México, que completó en 27 horas y 15 minutos, un trayecto que en tren habría tomado casi una semana.
La agenda en la capital mexicana fue la siempre, pero el embajador y su esposa habían previsto unas vacaciones para el nuevo Ulises. La mamá de Lindbergh tuvo que congelar la comidita de Navidad porque el muchachito pasó las fiestas con los Morrow, quienes tenían un hijo y tres hijas. Una de ellas era Anne, a quien vimos en la foto de Torito con un traje que no la favorece y arrimadita al flamante marido.
Dicen que Anne, entonces de 21 años, a punto de graduarse en la universidad y con sueños de ser escritora, quedó impresionada con el tipo, pero que este no le paró porque estaba concentrado en su próximo periplo. Y, en efecto, el 28 de diciembre el Espíritu de San Luis le sacó la lengua a Anne y se fue con su catire a cumplir el «Good Will Tour». Primero pararon en Guatemala, que apenas quedaba a siete horas de vuelo; y de allí fueron a Honduras, donde aterrizaron en un campo de polo, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Zona del Canal, Colombia, Venezuela, Santo Tomás, Puerto Rico, República Dominicana, Haití y Cuba.
Lindbergh llegó a Maracay el día 29 de enero de 1928, a las 6 y media de la tarde, ya a oscuras. Llevaba hora y media de retardo. En el campo de aviación lo esperaban el general Juan Vicente Gómez y sus ministros, el embajador de los Estados Unidos y una muchedumbre que corrió a rodear al Espíritu de San Luis en cuanto tocó tierra.
El Benemérito saludó a Lindbergh, a quien declaró huésped de honor, y caminó con él hasta los hangares. De ahí partirían a la cena donde se daría cita lo más granado del país. Al día siguiente, Gómez le impuso la Orden Libertador y, tras un recorrido en carro por la capital aragüeña, se fue Caracas, donde lo esperaban con un almuerzo en el Caracas Country Club. Por la tarde, el Águila Solitaria fue a llevarle unas flores al féretro de Bolívar en el Panteón Nacional, cuyos alrededores estaban colmados de gente y luego lo llevaron a ver un partido de partido de beisbol en terrenos de San Agustín. Y en la noche lo arrearon a un baile en el Club Paraíso.
Después de dos meses dando vueltas por América Latina y el Caribe, Lindbergh regresó, por fin, a San Luis. Bueno. Qué decir lo que fue afuello. Las escuelas cerraron el día que Lindbergh aterrizó ahí. Y fue recibido por unas cien mil personas. Hay que decir que el buen hijo les tributó un espectáculo de acrobacias aéreas de media hora. Era un cierre de oro. Lindbergh había decidido que ya estaba bueno.
En la primavera de 1928 voló en el Espíritu de San Luis a Washington, D.C., donde el viejo y leal compañero sería donado a la Institución Smithsonian. Hoy puede ver en el Museo del Aire y el Espacio, que lo exhibe con la portezuela abierta y ahí, entre otras, está la bandera de Venezuela.
Puedo hablar con Anne. Dígale que es Charles
En muchas entrevistas los reporteros le preguntaban a Lindbergh si había por ahí alguna muchacha especial. Siempre decía que no y a veces agregaba que cuando la hubiera sería en verdad especial. Hablaba en serio. La novia estaría tan estudiada como el Espíritu de San Luis.
Cuando decidió retirarse juzgó que había llegado el momento de contactar a la hija del embajador, que ya se había graduado en el Smith College, en Massachusetts. En sus memorias ‘Autobiography of Values’, Lindbergh explica el criterio de su elección: «Las características físicas que quería en una mujer eran: buena salud, buena forma, buena vista y oído. Tales cualidades podrían describirse en secuencia como las especificaciones para un avión. Quería casarme con una chica a la que le gustara volar, porque la llevaría conmigo en las expediciones que esperaba hacer en mi avión».
Anne Morrow cumplía con los requisitos. En octubre de 1928, Lindbergh llamó al nuevo hogar los Morrow, en Englewood, Nueva Jersey, y pidió que lo comunicaran con Anne.
—Ann, ¿me recuerdas? Estuve con ustedes en las Navidades, en México. ¿Ya? Mira, quería invitarte a salir: vamos a dar unas vueltas en un avión que alquilé. En el cielo no hay reporteros, ¿sabes?
En febrero de 1929, anunciaron el compromiso y se casaron el 27 de mayo de 1929, en una ceremonia secreta. Eso que llaman frenesí mediático incluyó a la esposa, que en vez de quedarse en casa, acompañó al marido en los primeros meses de la nueva vida. Ahora Lindbergh era promotor de la aviación comercial y asesor de la naciente Pan American Airways.
En septiembre de 1929, la pareja emprendió viaje a Centro y Sur América del Sur, con el objetivo de promocionar rutas aéreas para correo y pasajeros. De hecho, estaban en el vuelo inaugural de Pan American. En apenas diez días, se detuvieron en Cuba, Haití, Puerto Rico, Trinidad, Venezuela, Colombia, Panamá y Nicaragua. A Venezuela, llegaron el 26 de septiembre de 1929.
De vuelta, Lindbergh entregó informes acerca de obstáculos técnicos a los vuelos internacionales, así como los escollos políticos y económicos con los que la empresa toparía. Anne aprendió a volar, se hizo experta en código Morse y no tardó en ser copilota del Águila. A principios de 1930, se convirtió en la primera mujer en obtener una licencia de piloto de planeador.
Dos años después, en 1932, su único hijo, de veinte meses, sería secuestrado y desaparecido por semanas, hasta que se supo que estaba muerto. Por eso, en Venezuela, cuando alguien está desorientado, en el despacio o en la vida, se dice que está “más perdido que el hijo de Lindbdergh”… y de Anne.
Después pasaron muchas cosas, pero esta historia termina en en septiembre de 1929, cuando los Lindbergh estuvieron en Venezuela y Torito les hizo esta foto, donde ella lo observa con curiosidad y la mínima sonrisa de una muchacha que alguna vez quiso ser escritora.
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