Ese enigma, ese enigma… En esta ocasión no ha de funcionar el recurso de la entrevista, ese asedio, esa esgrima de las inteligencias. Ella, dueña de su misterio, soltará alguno que otro dato como quien deja en su huida una estela de su perfume.
Empecemos por el principio. Esta imagen está, arreglada como un cuadro, con todo y marco, entre las 65 obras de la exposición, “Contactos: Soledad López, Claudio Perna, Roberto Obregón”, que, con curaduría de Félix Suazo y museografía de Manuel Eduardo González, reúne la obra de tres artistas de la segunda mitad del siglo XX venezolano. La muestra, que reúne un total de 65 obras, incluyendo fotografías, polaroids, fotocopias, collages, objetos y documentos de los tres artistas, fue curada por el investigador de arte Félix Suazo, y el diseño gráfico de Pedro Quintero.
Esta muestra, auspiciada por la alianza entre la Sala Mendoza y El Archivo, e inaugurada el pasado 26 de septiembre en la Sala Mendoza (ubicada en el campus de la Universidad Metropolitana de Caracas), ha tenido como punto de partida la muestra “Lo que traigo de Paraguaná”, exhibida en Caracas, en 1979, donde se conectaban las biografías de los tres artistas convocados. López, Perna y Obregón no solo coincidieron en una estrecha amistad, sino que produjeron de manera simultánea una vasta obra conceptual visual e interesantes puntos de conexión.
La fotógrafa, investigadora de fotografía y ensayista María Teresa Boulton Figueira de Mello, nació en Caracas, el 21 de octubre de 1938. Su nombre está grabado en la creación de La Fototeca (1977), la primera galería de arte en Caracas dedicada a la fotografía, el Consejo Nacional de la Fotografía, el Centro Nacional de la Fotografía, y la revista ExtraCámara, además, desde luego, de sus libros y publicaciones donde documenta y valora la fotografía hecha en Venezuela y por venezolanos.
Esta obra, que la capta como una diosa recóndita de cejas encrespadas y mirada insolente, es un collage de la artista visual Soledad López (Bilbao, Vizcaya, 1938 – Caracas, 2016), quien hizo la fotografía y el posterior collage.
—Hay tres grandes aspectos a considerar a la hora de considerar los retratos de Soledad López a María Teresa Boulton —explica el curador Félix Suazo—. El primero tiene que ver con la interrogante de por qué retratar a María Teresa Boulton, por qué la fotógrafa se interesa en la imagen de esta notable figura. Esto se debe a que ellas se conocían. Boulton había incluido a López en una de sus exposiciones de la década de los 80 en el Museo de Bellas Artes (Caracas), y porque, además, la curadora integraba el círculo de amigos más cercanos de Soledad López, lo que se constata en una carta que esta escribe desde Angola, dirigida a Claudio Perna, Roberto Obregón y Boulton, donde expresa la admiración y el respeto que siente por ellos.
«El segundo aspecto notable», sigue Suazo, «es el motivo que centraliza esos retratos [hechos por López a Boulton], esto es, los ojos de la fotografiada. En uno de los archivos consultados conseguimos una nota escrita por Soledad López en 2012, décadas después de haber hechos los registros, donde dice: “Un día me dije que iba a retratar tus ojos y, finalmente, aquí está”. En la obra se ve una banda oscura sobre los labios de MTB y quedan totalmente descubiertos esos ojos tan expresivos, que son el foco de la imagen. Todo está en la mirada, quizá porque ese es el rasgo más significativo en la propia María Teresa, dedicada a la fotografía, a la investigación de la imagen, con una mirada muy suya, de esos ojos grandes, claros, dotados de un magnetismo especial. Y el tercer punto es el medio empleado, totalmente experimental, donde hay varias capas, varias maneras de aproximarse a la imagen de MTB: hay fotocopia, intervención con color sobre la tela con unas tintas especiales que utilizan para fotografía, hay collage… Es la recomposición de una imagen, a partir de la superposición de distintos medios. Eso es notable en esa serie de trabajos. En la exposición tenemos tres de esos retratos, concentrados en esa imagen, pero en la obra de Soledad López, que está en el Archivo Fotografía Urbana, hay otros retratos de MTB».
—Mi historia personal como retratada es escasa —dice María Teresa Boulton—. Los fotógrafos con quienes trabajaba me hacían algún retrato, pero fue mi esposo, Paolo Gasparini, quien más me retrató y luego, Soledad López. Mi tío, Alfredo Boulton, me hizo un bello retrato que tengo en mi casa. El retrato en sí no me interesaba mucho, pero sí quería salir bonita, porque ¿sabes? yo de joven era muy bonita. No disfrutaba ser retratada, solo quería saber cómo había salido de bonita. Eso era lo que más me interesaba. Espero no ser demasiado presumida.
—¿Cuándo se enteró de que era bonita?
—Un día, saliendo de su casa, mi tío Alfredo me dijo: “¿Tú sabes que eres muy bonita? Ahí fue que me di cuenta. Yo tenía quizás 15 años. Él me tenía cariño porque sabía que mi vida no era fácil, por la situación con mis padres, etc. No sé si en esa misma ocasión me dijo: “Has tenido que hacer sola todo…”. Fue un tío muy compañero. Su hija, Silvia, fue mi prima que era como hermana. Pero esa es otra historia.
—¿Cómo se hizo fotógrafa?
—En realidad, no soy fotógrafa. Un fotógrafo es alguien cuyo principal interés es hacer fotografía. No fue así conmigo. Mi interés por la fotografía fue más cultural, histórico, filosófico. Pero sí estudié cómo hacer fotografía, pues con tanta gente de Fotografía a mi alrededor era una curiosidad e inquietud y, claro, al lado de Paolo, hacer fotografía era algo bien interesante. Además, cuando estaba en Nueva York estudiando Fotografía en la Universidad SUNY, mi tutor me dijo que si quería estudiar Fotografía para comprenderla, tenía que hacerlas. Y así fue, hice un trabajo sobre Nueva York, que, para mí, es bueno fotográfica y artísticamente. Pero lo que complementa el trabajo es que escribí al pie de las copias, que yo misma imprimí en el laboratorio (en el cuarto de servicio de mi casa), mis sentimientos cuando estaba en Nueva York, un período muy difícil para mí, pues me estaba separando de Paolo Gasparini, persona muy importante en mi vida. Abordar otra vida era el reto. En todo caso, ese trabajo fue expuesto aquí, en Venezuela, en algunas galerías, como El Daguerrotipo, y hace algunos años, Douglas Monroy quiso publicarlo y hacer un libro. Ya está todo diseñado por Zilah Rojas, pero hasta ahora no se ha concretado. Creo que lo más interesante de ese trabajo es la alianza entre la imagen, los sentimientos y las múltiples relaciones conceptuales. Por cierto, si te interesa el retrato termino el trabajo con un autorretrato.
—¿Cuál es su relación con el retrato (a otros)?
—El retrato no es mi género preferido. Prefiero el mundo, los otros en relación a la vida. El entorno, más que el sujeto. Eso, para elaborar trabajos. Claro, el retrato es fascinante, es la prueba de la existencia personal y, en general, del ser humano. De hecho, fue el retrato lo que se utilizó de manera fundamental en 1839, cuando se presentó la fotografía en la Academia de Francia por Niepce y Daguerre. En uno de mis artículos cito a Madame de Stael, cuando en su lecho de moribunda decía: «Tengo sed del rostro humano pidiendo una foto». Bueno, allí está el “noema” del retrato. Luego vienen las derivaciones. artísticas, documentales… lo que quieras extraer de un retrato fotográfico, como lo estás haciendo.
—Por favor, cuénteme de sus estudios, dónde los hizo, qué estudió, cómo fue su proceso de formación.
—De joven, primaria, segundaria, siempre en colegio de monjas. Aquí, en Venezuela, primero en el San José de Tarbes, en el Paraíso, donde vivía con mi madre; luego, un año en el colegio La Guadalupe, Sabana Grande, (donde me enseñaron a comer insectos como los indígenas), y me gustó ese colegio, tuve buenas amigas. Luego, mis padres viajaron a Francia y su relación no era buena. Allí estuve con mi abuela, Catalina Pietri de Boulton, y fui al colegio, L’Assomption, donde ella y su hermana, Elena (madre de Arturo Uslar Pietri) habían estudiado. Por cierto, a Elena que era tremenda de niña, la exorcizaron en ese colegio (contado por mi abuela). Luego de, creo, dos años en Francia, donde aprendí muy bien el francés y salí la primera de la clase (solo me di cuenta leyendo la boleta). Fui luego a un internado en los Estados Unidos. Mi padre no quería, pero mi madre insistió (su relación ya era terminal). El colegio era Marymount, en Terrytown, Nueva York, donde ya estaban unas primas hermanas mías. Allí estuve seis años (tuve que repetir el último de Francia y luego, hacer los cinco de secundaria). Aprendí muy bien el inglés y terminé con honor. Mi papá fue a mi graduación, mi mamá no, me imagino que, por la situación con mi padre, pero creo que ella nunca fue a mi colegio en los Estados Unidos. Quise seguir en la universidad, quería estudiar Medicina, me gustaba la biología, pero mamá se opuso, no entendía por qué quería seguir estudiando. Prefería que yo la acompañara a viajar y tener una vida mundana de lujo. Ella venía de una familia en la que las mujeres no se casaban, acompañaban a sus madres. De cuatro hermanas, ella fue la única que se casó.
—Qué hizo usted, entonces?
—Regresé a Venezuela. Viajé con mi madre por Europa, sobre todo, Francia, e Italia. Los viajes con mi mamá eran buenos. En esos viajes, mamá era otra persona, contenta, alegre, relajada. En Caracas solía estar nerviosa, difícil… no era nada feliz,
Los viajes podían durar varios meses. Paseábamos, hacíamos compras, visitábamos museos, tiendas de antigüedades, veíamos algunos amigos. En uno de esos viajes, en Italia, me encontré con quien sería mi esposo y padre de mis hijos [con el arquitecto ecuatoriano-francés Yves Denis Zaldumbide, hijo de los embajadores de Francia en Venezuela]. Creo que un año después nos casamos [en 1957]. Tenía 18 años. De adulta, a los 40 y pico, con toda la experiencia de Paolo Gasparini con la fotografía, me inscribí en la SUNY, State University of New York, y saqué mi licenciatura en Arte y Fotografía. Era un título universitario que yo siempre había querido. Lo hice en Estados Unidos porque mi pregrado era norteamericano y, para entrar aquí en la universidad, tenía que hacer la reválida que, de hecho, intenté, pero la materia de Moral y Cívica me pareció demasiado pueril y lo abandoné. Una de las preguntas era cuál era la obligación de los alumnos con sus maestros, yo tenía entonces tres hijos y, sencillamente, no me salió contestar.
—¿Quiénes eran sus padres?
—Mi padre, Andrés Boulton Pietri, [Caracas, 1 de mayo de 1912 – Caracas 16 de enero de 1998], venezolano de ascendencia inglesa y corsa, era presidente de H.L.Boulton, importante firma comercial. En julio de 1936 se casó con mi madre, Thereza Figueira de Mello (Roma, junio de 1913 – Madrid, marzo de 1997) brasileña, de familia de diplomáticos, ama de casa, a quien le gustaba el mundo diplomático y prominente. Después de divorciarse, mi padre se casó dos veces, ambas con norteamericanas. Y mi madre se casó, [en 1967], con el príncipe Nicolás de Rumanía (Castillo Peleș, Sinaia, 1903 – Madrid, 1978). Eso le gustaba mucho. Vivían en Madrid, al Príncipe le habían quitado todo los comunistas en Rumanía, ambos vivían de lo que tenía mi madre luego del divorcio. Somos cuatro hermanos, tres varones y yo, todos del primer matrimonio.
—¿Qué piensa usted del collage como forma de expresión plástica?
—El collage es válido para transmitir alguna idea, estética, concepto, que quieras expresar.
—¿Cómo diría usted que aprendió a mirar?
—Aprendí a mirar a través de tantos libros de fotografía con trabajos interesantes, pero no me fue fácil. Una vez le expuse a Paolo que no sabía cuándo una fotografía era buena… Y él me contestó: «Cuando algo está pasando en esa imagen». Luego fui tomando conciencia de la luz, los encuadres; en fin, lo que hace la estética de la fotografía, la historia contada, etc. Sobre todo, tratar de comprender lo que el autor quiso expresar y cómo lo hizo.
—¿Cuáles son, a su juicio, los atributos más importantes de la mirada?
—Los atributos de la mirada consisten en descubrir lo que está allí, lo que no está, como está, usar la imaginación, contar la historia que despertó esa mirada. No creo que mi mirada ha cambiado a lo largo de mi vida. Creo que no, solo que ahora todo es más complicado con lo digital y, ni se diga, con la Inteligencia Artificial. Ahora, más que nunca, estamos rodeados de imágenes con las redes sociales y todo es menos trascendental y espontáneo. Es casi la mirada del instante, del momento, de la confirmación.
— ¿Usted admite que sus ojos, como perciben tantas personas, son singulares?
—¿Mis ojos? Bueno no sé, en el espejo no los veo singulares, pero así me lo dicen muchos, es supongo mi atributo mayor.
—¿Cómo diría que era Soledad López?
—Soledad era una persona especial. Muy entregada a su trabajo y con mucha imaginación, alegre, cariñosa. Yo diría que era una verdadera artista. Le gustaba participar y hablar de su experiencia y de su vida. Le gustaba experimentar con la fotografía, amiga de Claudio Perna y de otros artistas creativos y conceptuales.
—Llama la atención que, en la obra, la boca aparece como tapada, ensombrecida. ¿A qué lo atribuye?
—Si en la obra aparezco con la boca tapada habría que preguntárselo a Soledad. Quizás porque no hablo mucho y soy más bien introvertida. Esa foto la hizo Soledad un día que se apareció en mi casa y me dijo que quería hacerme retratos, sobre todo de mis ojos. Luego, un día me entregó ese collage como regalo. Me gustó mucho y ahora está en la sala de reuniones de la Fundación John Boulton.
—La foto ha sido sometida a cortes abruptos, ¿podría comentar esa decisión de la artista?
—No sé qué es lo que aprecias como cortes abruptos. Todo eso es parte de la estética de un collage, que corta, inserta, superpone, imagina y juega con la imagen, aportando elementos exteriores. Un juego creativo.
—¿Dónde y cómo hizo su autorretrato [1987]?
—En el apartamento de mi amiga Matilde Daviú, donde vivía mientras estaba en Nueva York. Ella me alquiló el desván y fue cheverísima conmigo. Lo hice poniendo la cámara en un lugar escogido y puse el disparador automático. La cámara no está escondida, está donde yo quiero que me saque la imagen.
Ya, Milagros. Así está bien.
Bien no está. Me faltó preguntarle si no le parece que esa tachadura de la boca es, en realidad, la sombra del beso que se acerca.
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