1. No obstante haber sido desairada por Juan Vicente Gómez, tras su mudanza a Maracay, la emergente burguesía caraqueña protagonizó un estilo de vida extravagante y glamoroso durante los así llamados Años Locos. Estos son coetáneos de los années folles franceses, tras la Belle Époque que cerrara con la Primera Guerra Mundial. También de los roaring twenties, marcados por la americanización de la economía y las modas a ambos lados del Atlántico. En Venezuela coincidieron con manifestaciones del ingente ingreso petrolero, alimentando el consumismo y cosmopolitismo de nuevos grupos en ascenso, en medio de la capital expansiva.
Sin salir todavía de la Bella Época criolla, adormecida por el sopor dictatorial, la pequeña Caracas “entre afrancesada y andaluza”, como la tildó Mariano Picón Salas, comenzó a metamorfosearse bajo los efectos tempranos de esa bonanza petrolera. Tras la primera expansión burguesa hacia El Paraíso, serpenteó la capital a lo largo de la Carretera del Este.
Al igual que muchas otras vías gomecistas, esta fue macadamizada para allanar los recorridos de Buicks y Ford T, que sorprendían a jornaleros y peones de las haciendas circundantes. Controladas las endemias de entre siglos, lo que permitió a su población saltar a 135.253 habitantes, según el censo de 1926, Caracas aceleró su densificación y segregación.
Al diferenciarlos de la «aristocracia» de El Paraíso, bien hizo notar Rodolfo Quintero que en el centro de esa ciudad coexistían grupos sociales distintos, con sus respectivas culturas urbanas. Estaba la «pequeña burguesía» de los techos rojos, suerte de clase media que permanecía en Altagracia y otras congestionadas parroquias tradicionales. También el emergente proletariado de las «casas de vecindad», proliferantes desde comienzos de siglo en San José, La Candelaria y San Juan, donde convivían trabajadores y estudiantes venidos del interior. Apegados en mucho a la herencia española y francesa, esos grupos se contraponían a la americanizada burguesía petrolera, migrante hacia las urbanizaciones del este. Un temprano retrato de esta fue bosquejado por el autor de El petróleo y nuestra sociedad (1978), acentuando los siguientes rasgos de esnobismo:
“Apareció un nuevo tipo de rico diferente del encerrado en las regias mansiones de El Paraíso: que abrió las puertas de su residencia y dejó que los curiosos vieran y admiraran todo lo valioso que poseía, que gozaba haciendo conocer su estilo de vida. Que miraba hacia el este de la ciudad y se proponía llenarlo de viviendas amplias de dos y más plantas, con muchas luces, paredes de colores chillones, cocinas de kerosene y escaparates llenos de vestidos amplios, cómodos y piezas íntimas traídos desde Nueva York. Un rico al que le agradaba ver y ser visto en clubes y demás centros sociales, en fiestas carnavalescas y Nochebuena, en sitios abiertos para cuantos fueran poseedores de dólares, aunque de difícil acceso para los caraqueños corrientes”.
2. El cosmopolitismo y la suntuosidad de la burguesía venezolana, compuesta por muchos de esos nuevos ricos bosquejados por Quintero, fue resaltado por diplomáticos y visitantes a las cortes del Benemérito, tanto en Caracas como en Maracay. El Embajador cubano notó que la vida doméstica en las mansiones de El Paraíso ya no era tan tradicional como en las casas de otras capitales latinoamericanas: «Se ha viajado, se reciben trajes de París, se preparan para las comidas y los bailes», comentó el ministro Javier P. de Acevedo. Por su parte, lady Dorothy Mills tuvo la misma impresión cuando fuera invitada a una ronda de fiestas, bailes, bridge y visitas turísticas con la high society del primer suburbio de la Bella Época. La autora de The Country of the Orinoco (1930) reportó que no solo los venezolanos, sino también británicos, franceses, alemanes y norteamericanos entretenían «una vida agradable e interesante, y extremadamente cosmopolita».
Criollos y extranjeros anhelaban por igual la llegada del carnaval caraqueño, especialmente pintoresco para los gringos venidos por el boom petrolero. Entonces María Antonieta y Pierrot desfilaban como disfraces preferidos en la Bella Época crepuscular, sin desmerecer las versiones criollas de odaliscas o la guerrera Britania. La escena carnavalesca incluía templetes que reproducían motivos arquitectónicos de todas partes del mundo, coronados por una réplica de veinte metros de alto de la torre Eiffel, ubicada en la esquina de Puente Yanes. Rivalizaba con el vecino campanario de la Catedral, el más alto edificio capitalino a la sazón, con apenas treinta metros, como recordara Alfredo Cortina en Caracas, la ciudad que se nos fue (1976). Concluidas las carnestolendas – confirmó Jean-Louis Lapeyre en Au pays de Gomez, pacificateur du Venezuela (1937) – «los venezolanos que tienen la posibilidad se ausentan hacia los Estados Unidos o Europa; es entonces en París, Vichy o en la Costa Azul”, añadió el visitante galo, “donde se tiene más posibilidades de encontrarlos, hasta que la llegada del frío los ahuyenta».
3. Bajo un sol francés, Europa arrebolaba todavía el atardecer de la Bella Época caraqueña. Así se desprende de las reminiscencias de varios cronistas de los techos rojos, de José García de la Concha a Guillermo José Schael, pasando por Pedro J. Muñoz y Guillermo Meneses. Las dos tiendas de moda femenina más chic eran La Compagnie Française y Liverpool, mientras El Louvre seguía como almacén líder en telas. Con más de dos mil páginas, el catálogo de Le Bon Marché estaba disponible en muchas de estas tiendas de primera, pero también era enviado a las casas de postín que lo solicitaran, tal como se ofrecía en El Cojo Ilustrado. La variedad comercial se enriqueció con la llegada de más «turcos» Sin importar que estos fueran europeos orientales o árabes, así siguieron motejando los caraqueños a todos los recién venidos del antiguo imperio otomano, desmantelado tras la Gran Guerra, Confirmando la hibridez y el sincretismo ocurrentes en la capital que se tornaba babélica, muchos de los apodados turcos eran de hecho inmigrantes libaneses que importaban mercancía francesa.
El cinematógrafo había arribado desde finales de la década de 1900, con proyectores diseñados por la «Casa Pathé» francesa; en los entrecortados documentales blanquinegros, los caraqueños contemplaban, absortos y embelesados, los bulevares y monumentos de la Ciudad Luz, que la mayoría solo conocía por postales y revistas. En 1917, Ana Pávlova danzó en el Teatro Municipal, mientras el italiano Leopoldo Fregoli actuaba de travesti en su «Paris Concert» del Coliseo de Veroes, según nos confirma Carlos Salas en Historia del Teatro en Caracas (1967). Y saliendo de los espectáculos, los caraqueños saboreaban el “pan francés», junto a otras delicias de Las Gradillas; o bien escuchaban música en los salones del Tea Room Avila y el hotel Majestic, inaugurado en 1930, con señorial diseño de Manuel Mujica Millán.
4. Entre pintorescos y exóticos, otros motivos y visitantes colorearon los Años Locos caraqueños. Con veintiún toreros residentes en la capital, el renacer de la tauromaquia tuvo su epicentro en el Nuevo Circo, inaugurado en 1919. Ubicado en el terreno del antiguo matadero, el coso neo-mudéjar fue diseñado por Alejandro Chataing, sobre un novedoso sistema constructivo y de gradería, a cargo del ingeniero Luis Muñoz Tébar. En su desfile hacia la corte del Benemérito en Maracay, los diestros y cupletistas españolas, encabezadas por Raquel Meller, “La violetera”, avivaron los atavismos andaluces de la otrora capital colonial. También estuvo de visita don Fernando de Baviera, Infante de España, entre otros nobles europeos que ribetearon el pecho del dictador con medallas y condecoraciones, buscando acaso la prebenda de alguna concesión petrolera. Y vestido de gaucho, el mismísimo Carlos Gardel cantó en el hotel Jardín, incluyendo en el repertorio “Pobre gallo bataraz”, tango favorito del señor de Maracay.
Tal como ocurría en los relatos de Emilio Salgari, Conan Doyle y Julio Verne, abundantes en los mercadillos del centro, los mitos orientales y europeos se entreveraban en novedosos pasatiempos. Haciéndose eco del furor tras el descubrimiento de la tumba de Tutankamón, protagonizado por Howard Carter, las excentricidades incluyeron el insólito «Culto de Osiris»; era esta una secta cómica que, según nos recuerda Pedro José Muñoz en Imagen afectiva de Caracas (“La Belle Époque” caraqueña) (1972), añadió el toque egipciaco al exotismo capitalino de los Años Locos.
5. El europeizado imaginario de la Bella Época fue desplazado por el creciente arribo de novedades gringas a la capital gomecista. Atizado por el furor petrolero, el deslumbramiento de los caraqueños con los prodigios norteamericanos creció en la segunda década del siglo, cuando el primer aeroplano atravesara el cielo capitalino, pilotado desde Filadelfia por Frank Boland. A pesar de un pequeño accidente en el segundo vuelo, las piruetas del biplano en el hipódromo de El Paraíso fueron saludadas por elegantes damas de la mejor sociedad, reseñaba El Cojo Ilustrado. Años más tarde, el mismísimo Charles Lindbergh volaría de nuevo el cielo venezolano, escogiendo los terrenos para los primeros aeropuertos, incluyendo el de Maiquetía.
Proclamados por la prensa los rascacielos de Nueva York como los más altos del mundo, el relevo que aquella haría de las metrópolis europeas fue facilitado tras la Primera Guerra Mundial. Entonces Purl Lord Bell, comisionado comercial de Washington en Caracas, reseño en sus despachos diplomáticos la nueva dependencia cultural de la élite gomecista:
«La Meca de los viajeros venezolanos ya no es París, Londres o Hamburgo, sino Nueva York, y los jóvenes están siendo enviados a los Estados Unidos en números crecientes para obtener educación superior, e instrucción en ciencias. Más de la mitad de la gente de la mejor clase que uno encuentra en Venezuela están hablando de su más reciente viaje a Nueva York y los Estados Unidos o están planificando ir allá en el futuro reciente para un tour, negocio o educación».
Con los dólares contantes del oro negro y la apertura del National City Bank en Caracas en 1917, los Rockefeller y los Phelps inundaron a la próspera capital con radios, fonógrafos RCA Victor, cámaras Kodak y Fords modelos T, entre otras novedades importadas de Estados Unidos. Bebiendo whiskey y oyendo música en pick-ups de 78 revoluciones por minuto, la burguesía venezolana danzaba al son de ritmos tropicales como rumba y merengue, pero también del sofisticado tango. Haciendo parejas con galanes que emulaban a Rodolfo Valentino, las flappers criollas, luciendo faldas cortas y peinado à la garçonne, se contoneaban con el charleston y el foxtrot. Tal como el Embajador cubano presenció durante las fiestas ofrecidas para celebrar la visita de don Fernando de Baviera, incluso el Infante de España y primo de Alfonso XIII más de un pie echó al ritmo del foxtrot. Con menos convulsión y más sofisticación, el furor tanguero, ya con aprobación de salones europeos y norteamericanos, alcanzaría su clímax con la mencionada visita de Gardel en 1935.
La mitología de los Años Locos se iluminó con películas protagonizadas por Charlie Chaplin o John Barrymore, o por tempranas divas del Hollywood mudo, como Mary Pickford o Greta Garbo. Desde comienzos de la segunda década del siglo, el auge de la cinematografía y la proliferación de salas en estilos heterodoxos, del art déco al modernismo, llevó incluso al gobierno a crear un comité de censura, según ordenanza promulgada en 1919. Ya para entonces los filmes y deportes yanquis destacaban entre los espectáculos preferidos por las masas caraqueñas. Encabezaba ese culto cinéfilo el mismísimo Gómez, quien mostraba un «ingenuo placer» en las proyecciones de su sala privada en Maracay, tal como lady Mills pudo observar. Tan absortos como el anciano dictador, las multitudes de los teatros capitalinos colocaron entonces goma de mascar en sus bocas, poniendo fin al glamour de la Bella Época, según varios de los cronistas de los techos rojos. Parecía ser un gesto baladí pero significativo, instaurador de la masificación anunciada por los Años Locos caraqueños.
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