Ricardo Jiménez: Fotos desde el auto

Fecha de publicación: octubre 15, 2024

En la entrega Nº72 de «Apuntes sobre el fotolibro» compartimos un texto del historiador e investigador de arte y comisario español, Horacio Fernández sobre la fotografía de Ricardo Jiménez (1951-2024) y que forma parte del fotolibro PHotoBolsillo Ricardo Jiménez (La Fábrica y Archivo Fotografía Urbana, 2017), uno de los nueve títulos que hasta la fecha han coeditado La Fábrica y el Archivo Fotografía Urbana como parte de la colección de autores latinoamericanos de la editorial española.

Dicen que la primera vez es la buena, como el primer beso que nunca se olvida o el primer millón que dio tanto trabajo. Este libro será la primera ocasión para muchos de observar las fotografías de Ricardo Jiménez. Un trabajo serio, de esos que se quedan para siempre en la memoria, entonado en la gama más elegante del cine de las sábanas blancas; el blanco, el negro y los grises de los sueños y de la noche, que por lo demás es uno de los temas principales del trabajo de Jiménez.

Supongo que al aficionado a las buenas fotografías le gustaría haberse encontrado antes con estas imágenes. A mí me pasó lo mismo. Tropecé con ellas en la ciudad donde vive, el único lugar en que durante demasiado tiempo ha sido posible apreciar las fotos de Ricardo Jiménez. Caracas es una ciudad propicia para la fotografía y para los fotógrafos, que la han retratado una y otra vez dando cumplida cuenta de su fascinante desorden. Entre ellos, autores tan grandes como Barbara Brändli, Paolo Gasparini, Ramón Paolini o, por supuesto, Ricardo Jiménez, sobre todo con «Desde el carro», una serie magistral publicada en 1993 en un fotolibro que ya es reconocido como se merece: Caracas desde el carro.

En Caracas, como en muchas otras ciudades contemporáneas, los flâneurs —aquellos burgueses desocupados, tan queridos por el poeta Baudelaire, que se dedicaban a tiempo completo a la exploración peatonal de las ciudades y sus misterios— están obligados a pasear dentro de coches. Ricardo Jiménez es un paseante de este estilo, uno más en la fecunda tradición de los fotógrafos rodantes. Como el pionero Walker Evans, que elaboró su libro American Photographs con listas, sujetas al parabrisas, de temas como gasolineras, cabinas telefónicas, aparcamientos o escaparates. El maestro de este culto (que también es cinematográfico en in- contables road movies) fue el gran Robert Frank, quien construyó su relato triste y emocionante Los americanos vagabundeando por las inacabables carreteras de los estados interiores de Norteamérica.

La tradición fotográfica errante continúa viva, con aplicados practicantes como Stephen Shore, Joel Sternfeld o Ricardo Jiménez. Todos ellos han aprovechado los atascos de las vías urbanas para conseguir instantáneas. Son fotógrafos que usan el coche como un observatorio móvil desde el que registrar siluetas y contraluces. Pueden colarse con sus objetivos en los interiores de las casas con ruedas y se empeñan en retratar pasajeros desamparados a través de las ventanillas de los colectivos. Jiménez incluso ha sido capaz de mostrar raros casos de peatones abandonados, metáforas vivientes de tiempos más confortables y mucho más seguros; por ejemplo, en su fotografía El mar es blanco, una melancólica imagen de un grupo de marineros sin barco, incapaces de nadar en la corriente automovilística y casi invisibles por la blancura ideal de sus trajes de primera comunión.

«El mar es blanco». De la serie «Desde el carro». Caracas, Venezuela, 1994: © Ricardo Jiménez

Para el fotógrafo Ricardo Jiménez las ventanillas de los automóviles son el mejor mirador posible, el punto de vista más adecuado para una metrópolis que hace muchos años decidió dar la espalda a su historia y malvivir, a conciencia, por y para el carro. Jiménez multiplica los planos con los espejos retrovisores, enmarcando con las formas agudas de las ventanas y puertas de los coches o sacando todo el provecho posible de los faros en los nocturnos. El resultado es un mundo de sombras ocupado por automóviles grandes y personas pequeñas, en el que se vive y se comercia sobre ruedas; y la gente que se ve a través de los cristales empañados en los días de lluvia no hace más que esperar pacientemente nuevos vehículos.

En la ciudad de Ricardo Jiménez no hay nada más que ver que lo que se puede ver desde el carro: un sinfín de autopistas destinadas a comunicar barrios, que crea otro sindiós de barreras infranqueables sin nada que envidiar a la Gran Muralla China. Ríos caudalosos de automóviles atrapados cada mañana en una corriente monumental que no se acaba hasta la noche. Aluviones de coches y riadas de gasolina. La riqueza que transforma a los ciudadanos en okupas de sus coches, centauros sobre ruedas condenados a errar, más despacio que deprisa, por los nudos gordianos de un asfixiante laberinto de asfalto y hormigón. Unas redes nada virtuales y muy globales.

Caracas tiene el dudoso honor de ser descendiente de la madre de todas las ciudades automovilísticas: Detroit, aquel experimento social de Ford y sus secuaces de la industria mecánica que fue un éxito durante décadas, hasta que empezó, hace ya mucho tiempo, una decadencia imparable; otra ciudad para el carro más que fotogénica, el marco de relatos postindustriales en los que las fábricas acaban dejando de producir coches para construir robots policiales.

Al igual que Detroit, Caracas ha sufrido la violencia mecánica —tan bien retratada en la adaptación de David Cronenberg de Crash, la distopía de James G. Ballard— en accidentes, crímenes y miedo al automóvil, pero también ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre y tras él. Las fotografías de Ricardo Jiménez en Caracas desde el carro contienen toda la fascinación de Ballard, pero no son maniáticas ni tampoco constituyen un reportaje de choques, atropellos o secuestros. Se parecen bastante más al prólogo de Fellini ocho y medio, con aquellos milagros y levitaciones en mitad de la banalidad del atasco del viernes por la tarde. Magia seguramente, pero sobre todo poesía.

En las entrevistas Ricardo Jiménez no habla de sus lecturas. Ha mirado muchas revistas, dice, sobre todo por las fotos. También ha revisado fotolibros de Manuel Álvarez Bravo, Robert Frank o Josef Koudelka, y leído a Orhan Pamuk y J. M. Coetzee. Nada de poesía, recuerda, pero le traicionan sus muy pensados títulos; por ejemplo, estos sacados al albur de las páginas de su fotolibro En la tarde, al viajar, publicado hace siete años: Grave incógnita, Vivir del reflejo, El que viene, Esquivando honores, A causa del tiempo, Minúscula eternidad

Grave incógnita. 2011: © Ricardo Jiménez

Jiménez explica sus cuidadosos títulos como una consecuencia de un buen consejo del maestro Álvarez Bravo, con el que alguna vez viajó y a quien nunca ha olvidado. También ha colaborado en numerosas ocasiones con un poeta que, a su vez, ha escrito observaciones tan minuciosas sobre su trabajo como el párrafo que sigue:

«La soledad, el juego, personajes que transitan o miran ensimismados el televisor, el interior del paisaje de un cuadro. Imágenes que describen maneras de estar en la ciudad o en el mundo con intimidad y sosiego. Visiones preferentemente nocturnas, aunque aquí la noche no esté asociada a la exacerbación de los sentidos, ni a la incertidumbre existencial. Fotografías donde los personajes trasmiten atención en sí mismos y en las cosas que los rodean: ellos comunican paz y equilibrio en sus relaciones y, lo que es más interesante, están o parecen estar en silencio».

Esquivando honores. 2010: © Ricardo Jiménez

Este poeta se llama Igor Barreto y es el autor de varios libros publicados por una editorial de nombre excéntrico (Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro) con imágenes de Ricardo Jiménez. El duelo evoca en versos, fotos y moscas el robo y asesinato de un caballo árabe y el hallazgo de sus restos descarnados, un sacrificio debido al hambre. En Carreteras nocturnas hay viajes insomnes de los que la cámara de Jiménez ha conservado destellos fugaces entre las rayas brillantes del camino y la vida apagada del pasillo del autobús. Entre los versos, una aproximación fotográfica: «Entonces, aquel momento estancado / en un presente continuo». Estos y otros libros de Igor Barreto se encuentran en su poesía reunida, publicada por Pretextos en 2014 con un título —El campo / El ascensor— basado en un díptico de Carlos Drumond de Andrade. Un libro precioso, pero desgraciadamente amputado de las fotografías de Jiménez, que tanto añaden.

Igor Barreto también ha dado algunos cursos sobre poesía y fotografía, en los que a veces utiliza los consejos de estilo de Azorín (tan reivindicado ahora por Mario Vargas Llosa en su discurso de la Real Academia) como modelo fotográfico. Las reglas de Azorín funcionan con la obra de Ricardo Jiménez, que carece de cualquier estilo oscuro que responda a pensamientos más oscuros aún. En sus fotos se repite una figura en contexto; un personaje que recibe toda la atención, no dispersada mirando a los lados. Jiménez no pierde el tiempo haciendo comentarios ni juicios. Se lleva bien con las elipsis —las mejores amigas del estilo según el escritor—, tan características de las mejores fotos, que siempre cuentan más de lo que muestran. No atiende a las novedades ni a las modas, prefiere la coherencia. Y parece saber que «lo que interesa es llegar con la mayor rapidez al final. Y en esta rapidez consiste el movimiento». Es decir, aquel estilo que no se nota; el más difícil.

Turista activo que ha aprendido a perderse en la ciudad para poder encontrarla, y de paso encontrarse, Ricardo Jiménez es un observador cuidadoso y discreto. Nunca llama la atención y es capaz de encontrar imágenes poéticas como un zahorí descubre agua: con gestos modestos, pocas palabras y apenas una herramienta a mano que solo usa cuando no puede evitarlo.

Sin título. De la serie «La noche». Caracas, Venezuela, 1982: © Ricardo Jiménez

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