Subestimé el impacto de esta imagen entre mis relacionados en las redes sociales. La puse allí para ver qué decía la gente; incluso, para ver si alguien se animaba a comentarla, finalmente Dystopia, la serie de la que forma parte, cumple treinta años por estos días y tan pronto como en 1996 fue exhibida en el MAO (Museo Alejandro Otero), con curaduría de Ruth Auerbach, desde donde recibió mucha difusión. De manera que tenemos tres décadas de familiaridad con estos rostros cuyas facciones han sido eliminadas por manipulación digital. Más aún, en esta época de intensa proliferación de intervenciones en la realidad mediante las posibilidades tecnológicas, las audiencias deberían estar acostumbradas a modificaciones de diverso calibre y dejar pasar las que hicieron Antony Aziz, (Lunemburg, EE.UU., 1961) y Sammy Cucher (Lima, Perú, 1958) como una audacia más de las tantas que permiten los aparaticos.
No es así. Estuve semanas recibiendo mensajes por Instagram, Facebook, Twitter y Telegram. Una auténtica avalancha. Aquí van algunos. El fotógrafo Ricardo Jiménez ve en esta foto “Introspección, mirando la vida desde dentro”; la fotógrafa Gipsy Rangel, “Anonimato. Claustrofobia”; Anita González, “Susto”; Fanny Reyes, “Encierro desde el propio ser”; el escritor y periodista José Pulido, “desesperación total”; la diseñadora Mariela Pereira, “Sin sentidos”; la ilustradora Rosana Faría, “De tanto dolor que sentía, de tanto daño que veía, de tanto grito escuchado, de tanta podredumbre… poco a poco la piel le fue creciendo hasta cubrir la cara; y se fue aislando del mundo. Y, aunque la peinaban y coronaban con flores, ella nunca volvió a sentir”; la escritora y guionista Valentina Saa: “Me impacta. Es la muerte con un rostro más amable. Igual da temor, porque es la muerte de los sentidos”; el compositor Diego Alejandro Ramírez: “No veas, no hables. Solo intenta ser bonita, de lo demás me encargo yo”.
Llama la atención que a estos espectadores, mayoritariamente venezolanos, les resulte tan fatigosa una figura que, sin lugar a dudas, es ficticia. Mucho más, a la luz de las consideraciones de Jacques Ranciere, quien en su libro El espectador emancipado, establece que lo que vuelve a una imagen intolerable, “los rasgos que nos vuelven incapaces de mirar una imagen sin experimentar dolor o indignación”, radica en que lo que esta muestra es demasiado real (y al representar esas realidades terribles se convierte en espectáculo). Bueno, aquí la imagen no es del todo real y a muchos se les antoja insoportable.
La docente Gisela de la Vega ve “Soledad y resignación ante la vida”; la nutricionista Rosa Benítez, “Muchas veces, cerrarse al mundo es abrirse a uno mismo…”; la periodista Omaira Sayago: “Me da miedo. Me sugiere algo malo”; la promotora cultural Elena Broszkovski: “Un ser decorativo y anulado. Sin derecho a opinar ni participar: un florero”; la periodista Liliana de Montero: “…una niña sin derecho a ver ni opinar. No me parece triste sino molesta por esa imposibilidad”; la escritora Daniela Gamus: “aislamiento, introspección, silencio”; la abogada Claudia Visani: “Veo el maniquí de una mujer joven con una peluca rubia y un cintillo de flores. SIENTO inteligencia artificial, robotización silencio y represión”.
En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin establece: “No es casual que el retrato esté en el centro de la fotografía más temprana. En el culto al recuerdo de los seres queridos lejanos o difuntos tiene el valor de culto de la imagen su último refugio. En la expresión fugaz de un rostro humano en las fotografías más antiguas destella así por última vez el aura”.
Queda, pues, explicada la desazón que la foto de May (sin May) nos produce: un rostro -que ya era la última trinchera de la memoria- sin expresión es el rostros de nadie. La foto de nadie, de nada.
El psicólogo y compositor Víctor Hugo Márquez: “Me hace sentir asfixia, físicamente, y en lo espiritual, desamparo, anulación”; la psicoanalista Gioconda Espina, “Mujer con cabeza incrustada de muñeca sin acabar de ser pintada”; la periodista María Yolanda García: “Angustia, asfixia. Tristeza e impotencia por un encierro, por más que parezca bonito, se ve impuesto”; Yolanda Ponte: “la niña es bella, no importan su ceguera y mudez”; Francisco Tamayo, “Desasosiego”; el terapeuta Roberto Amarista, “Castración”; Gloria Angélica, “Una niña muerta”; la periodista Omaira Botello, “Una niña que falleció y la embalsamaron”; la periodista Yamileth García-Sosa, “Rostros anónimos del abuso infantil. Niñas condenadas a ser mujeres antes de tiempo”; Anna Rosa Rodríguez, “No respira, no se alimenta. No hay intercambio con el entorno”; la periodista Adriana Franklin: “Es la deshumanización de la inocencia”; el periodista Jose Luis Angarita, “Ácido. Violencia”; el abogado Luis Ferrer “La ceguera y la mudez como condicionantes de la sociedad…”.
Es sugerente el hecho de que, a casi doscientos años de invención de la fotografía, y de vivir inmersos en toneladas de instantáneas, todavía experimentemos sensaciones de fascinación y/o terror como las que albergaban los espectadores en los tiempos preindustriales de la fotografía. En su libro Breve historia de la fotografía, Walter Benjamin narra esta anécdota del poeta alemán Max Dauthendey: “Nos daba miedo, afirma Dauthendey, la nitidez de esos personajes y creíamos que sus pequeños rostros diminutos podían, desde la imagen, vernos a nosotros: tan desconcertante era el efecto de la nitidez insólita y de la insólita fidelidad de la naturaleza de las primeras imágenes de los daguerrotipos”.
Ahora, en cambio, a nosotros nos llena de pavor que el alma encerrada en su muro de piel no nos mire, que no advierta nuestra existencia.
El sabio Asdrúbal Aguiar atisba “Un alma encarcelada, aprisionada, a punto de estallar, sin ver ni hablar ni conectarse con el mundo y la otredad para dar sentido a su esencia, que es la libertad”; la psicoterapeuta María Eugenia Pardo Antillano, “Qué es lo que no quieres ver, oler, saborear? Niña sin alma”; la poeta y dramaturga Daniela Jaimes-Borges: “La muerte de la ley y, en consecuencia, la muerte civil”; la ingeniera Rosa María Carrasco Cano, “Inocencia”; la profesora de literatura Yanira Yánez, “Ella ya no está allí. No importa quién le borró el rostro, tal vez fue ella misma”; el actor Martín Brassesco, “Una mujer muy joven en una festividad religiosa o ritual. Su presencia es solo ornamental”; la artista plástica Esperanza Ayesterán: “Tristeza, soledad, angustia, miedo, impotencia”; la periodista Adriana Díaz Guillén, “Mutilación. Censura”; la periodista Angélica Azócar: “Te lo pierdes todo, desconectada de la realidad”.
La actriz Francis Romero percibe una advertencia: “La inteligencia artificial viene… y nos dejará sin rostro”; la artista visual Adriana Rondón Rivero, “Un feto. Un ser en gestación. Algo inconcluso, limitado”; el fotógrafo y escritor Marco Tulio Socorro, “Esto va de la pasividad del receptor, que es ciego, mudo y está privado también del olfato (es decir, la intuición), pero las orejas las tiene libres para escuchar lo que no pueden ser sino órdenes: obedece y calla”; el intérprete Cheo Arconada es el único que se acerca con humor: “Tiene graves problemas respiratorios”. Consultado en entrevista, Sammy Cucher dice: “No. Estas obras no tienen humor o ironía. Otras que hemos hecho, sí. Pero estas, no”.
Según el crítico Félix Suazo, esta obra de Aziz y Cucher: «Se trata de un planteamiento que reflexiona sobre el desvanecimiento del ‘yo’ y su transfiguración en un magma epidérmico. Esta metamorfosis retrocede al individuo hacia el anonimato, devolviéndolo hacia una existencia absolutamente carnal y externa.
[…] Hubo un tiempo en que las expresiones fisionómicas bastaban para reconocer ‘los movimientos del alma’. El cuerpo era el vehículo ‘natural’ de las emociones. Los gestos y ademanes constituían la manifestación externa de la subjetividad. Sin embargo, en las fotografías de Aziz+Cucher todo eso ha desaparecido. Los cuerpos han perdido sus contornos, sus rostros y sus sexos, quedando exentos de las pulsiones extremas que solían habitarlos».
Entrevistado por teléfono para esta nota, Sammy Cucher, quien vivió años en Venezuela y conserva el acento caraqueño, explica: “Esta serie de obras, hecha entre 1994-95, fue una respuesta a lo que veíamos venir en cuanto a la interacción humana en la época de la Internet, y la posibilidad de la pérdida de identidad. A raíz de la idea de que con Internet no iba a ser necesario encontrarse personalmente para desarrollar muchos aspectos de la vida. Y eso, efectivamente, ha ido sucediendo. Ahora uno está más recogido, aislado, dada la opción de hacer casi todo desde la casa o sin trasladarse hasta donde están los otros. Este trabajo fue una especie de proyección anticipatoria, un poco ciencia ficción, acerca de lo que terminaría ocurriendo si dejábamos de tener interacción con otras personas, pues que los órganos sensoriales acabarían por desaparecer”.
Al preguntarle si la Dystopia tiene algo que ver con el maltrato infantil o a la mujer, Cucher lo descarta, “esa nunca fue la intención de la obra”. Aunque admite que los mismos creadores no pueden establecer un significado de la obra, que será decodificada según la sensibilidad y circunstancia de quien la ve. “Pero la idea provino del advenimiento de una tecnología capaz de suspender la interacción entre los seres humanos”.
—¿Quién es May?
—Nadie en particular. Todas las obras de esa serie tienen nombres de individuos, lo que no deja de ser irónico, puesto que en ellas los modelos representados pierden su identidad. Solo sabemos que es una niña, así como en otras nos percatamos de que es un adulto; y lo mismo ocurre con los rasgos étnicos: la incomunicación no distinguirá edades, colores de piel ni rangos sociales.
—¿Diría usted que esta obra apunta una visión pesimista -cuando no catastrófica- del futuro?
—De alguna manera, sí. Pero nosotros no nos proponemos como profetas. No decimos lo que va a pasar sino que expresamos el miedo a que una de las consecuencias de lo que vemos que trae el futuro, esa propensión al anonimato.
En un chat de Telegram, Carmen Rosa Montesinos da por hecho que la fotografía capta “una hermosa escultura”, creencia auspiciosa a la luz de la respuesta de Cucher, al preguntarle que están haciendo ahora: “Estamos en una etapa de exploración… pensando hacer unas esculturas relacionadas con la memoria, con el tiempo… diversas cosas vinculadas con nuestra experiencia de haber cumplido treinta años de relación artística, emocional y personal. Pero todavía no hay nada concreto en cuanto a cómo se va a representar esa acumulación del tiempo”. Una pista para los creadores puede estar en la observación hecha por el arquitecto Enrique Larrañaga: “Me llama la atención que se comenta la obra de Aziz+Cucher como fotografía de una escultura. Es una fotografía intervenida, como los objetos urbanos de Alexander Apóstol. Que se perciba como un ídolo o un bibelot es un gran logro de los artistas: vida convertida en ausencia de vida que adquiere su propia vida…”
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