En esta entrega #57 de la serie “Apuntes sobre el fotolibro” escribe Alejandro Sebastiani Verlezza sobre Rostros y Decires de Rafael Cadenas, publicado en Caracas en 2010 editado por la fotógrafa venezolana Lisbeth Salas con La Cámara Escrita, y el diseño de Álvaro Sotillo.
Poesía, fotografía, edición
Rostros y decires es un libro de autoría compartida: por un lado, Rafael Cadenas, su poesía y las vertientes de su prosa; por el otro, Lisbeth Salas, la editora, se detiene en la papelería y los https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvos del autor, lo retrata en sus entornos más afines (la casa, la familia, las amistades, las estampas de lugares visitados, desde la infancia hasta los años recientes a la publicación de la obra); expone, encuadra negativos, hojas de contacto, fotos del álbum familiar, muchas veces comentadas por el propio poeta; de hecho, su caligrafía atraviesa buena parte de las páginas con el trazo –como es ya usual– de certeras reflexiones y aforismos, aunque siempre preferirá decir “un como situarse fuera de los géneros”.
En el ejercicio editorial –llevado adelante por La cámara escrita en el 2010– intervienen el diseño de Álvaro Sotillo y la impresión de Javier Aizpúrua. Rostros y decires bien hace reparar en las confluencias entre la poesía, los https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvos, la fotografía y la edición. Estos oficios, juntos, pueden llegar a producir obras atípicas y con múltiples capas. El ensayo visual de Salas logra una imagen del poeta y la huella sensible de sus manuscritos: el trazo de las correcciones y las enmiendas –el gusto de Cadenas por los paseos y hasta el bolso que suele usar– conforman un retrato del autor y sus días. Claro, lo acompañan los retratos de los poetas que más frecuenta, los apuntes de sus cursos en la Escuela de Letras de la UCV, especialmente en dos materias como Necesidades expresivas y La poesía y los poetas; sus dichos, las certeras contestaciones que suele hacer, todo un género en sí mismas (Sobre Rilke expresó: “Aprendo a ver –repetías–./No son usuales ojos tan dados”). Las acotaciones al margen y las enmiendas, por lo demás, los rayones y los tachones, muestran las naturales dubitaciones del escribir. En este juego cruzado de anotaciones y comentarios –citas, epígrafes– la edición desliza una muy apretada antología poética. Esta combinación de elementos –la letra, el trazo como imagen, la huella de las correcciones en los textos en la máquina de escribir, el uso de los https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvos personales y las fotografías tomadas por Salas para la edición– proviene sin duda del interés que la artista tiene por la obra y la personalidad de Cadenas, pero también por el retrato y la fotografía documental. Salas ha explorado estas vertientes a partir de sus estudios con Nelson Garrido, Joan Fontcuberta, Humberto Rivas y Allan Sekula. En una conversación anterior con María Ángeles Octavio la fotógrafa ofreció las señas de su dirección conceptual. Bien valen para considerar la propuesta visual de Rostros y decires: “una memoria de vida a través de la imagen”(1).
Como si se tratara del álbum familiar –después de todo hay poetas que se adhieren a la experiencia de sus interlocutores– Salas compila, relee, da nuevos sentidos a un conjunto de documentos que por lo general suelen quedarse en la marea callada de las gavetas y sus máculas crecientes. Así va surgiendo la estampa de un hombre que se ha dedicado a abrir dentro de sí espacios para la contemplación, el andar y la poesía, acaso tres vertientes que anuncian su manera de estar y cómo se expresa –en él– el flujo de la vida (“Me encamino a donde siempre estoy”, suelta el poeta en las páginas finales). Ya en el año 2009, antes de Rostros y decires –en otro tono, más cercano al temperamento irónico y melancólico de Enrique Vila-Matas– Salas había llevado adelante un ejercicio con similar impronta: Infinitamente serio. Estas dos ediciones de Salas abren la posibilidad de explorar la relación dinámica entre la palabra y la fotografía cuando logran encontrarse a partir de la mediación editorial. Aquí las vías suelen abrirse y el juego de las definiciones multiplica los matices. Aunque con fines más terapéuticos, Fina Sanz y Orla Cronin hablan de fotobiografía. Muy a su manera Rostros y decires puede emparentarse en la complejísima genealogía del fotolibro, asumido como la convivencia de diversos oficios y autores. De continuar esta breve digresión habría que recordar a Paolo Gasparini cuando habla de simbiosis creativa. Estos procesos, cuando son afortunados, pueden dar como resultado lo que Roberto Calasso –el ensayista y editor de Adelphi– llama ediciones para ver y leer (corales, calidoscópicas, podría agregarse) (2).
Un gesto tal vez similar practicó Salas con la serie 5 en 5 de La cámara escrita –diseñada también por Sotillo en el 2011– con la poesía de María Fernanda Palacios (Y todo será cuento un día), Yolanda Pantin (21 Caballos), Gabriela Kizer (Tribu), Harry Almela (Silva a las desventuras en la zona sórdida) y Natasha Tiniacos (Historia privada de un etcétera). La presentación de estas obras en Caracas estuvo acompañada por una muestra de manuscritos y páginas alusivas al proceso de corrección y diseño de los poemarios. Imágenes de los autores y sus textos circularon en los medios de comunicación –cuando aún se imprimían varios periódicos venezolanos– y en las redes sociales: muchas de ellas están emparentadas con Manifiesto país, otro proyecto expositivo de Salas –en el 2014– encargado de vincular la imagen y la palabra para dar cuenta de la situación venezolana y sus pesares. En esta oportunidad la fotógrafa reunió a sesenta y seis autores: cada uno hizo su manifiesto personal. La intención: reflejar su experiencia del país en momentos de crisis y confrontación. Salas, junto al diseño de Pedro Quintero y César Jara, dio forma a sesenta y seis piezas. Inspiradas en la estética de los massmedia y los carteles políticos, fueron expuestas en La Sala Mendoza y publicadas en un catálogo. En la serie editorial 5 en 5 y en Manifiesto país, por cierto, La cámara escrita produjo afiches y memorabilias(3).
Ya en el campo venezolano un claro pariente de Rostros y decires está en el volumen Barthes por Barthes. La obra, publicada por primera vez por Éditions du Seuil en la colección Écrivains de toujours (1975), fue traducida al español por Julieta Fombona para la colección –no es azar aquí el nombre– Memorabilia
(Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1997). A la par de sus famosos “fragmentos”, el semiólogo francés empleó fotografías de su álbum personal, cartas, notas de clase, dibujos, diagramas, bibliografías y fichas que componen el retrato del autor y sus ideas, lo que llama “el libro del yo” y sus incidentes.
En esta dirección habría que recordar de Julio Cortázar La vuelta al día en ochenta mundos, Último round y el póstumo Cortázar de la A a la Z. Un álbum biográfico. Por otra parte, en el ámbito editorial español, otra referencia para los temas aquí tratados está en la colección Palabra e Imagen. Animada en los años sesenta por Esther y Oscar Tusquets, el proyecto de reunión entre escritores y fotógrafos, por cierto, fue retomado –en el 2010– por La Fábrica y viene a sintonizar con estas obras que son “rostros”, rastros, perfiles, huellas de procesos creativos para establecer una zona franca entre la literatura, las artes visuales, el trabajo con los https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvos, la edición asumida como hecho creativo.
Notas:
(1) María Teresa Boulton había notado estas inquietudes en 21 fotógrafas venezolanas. Cuando la autora le pregunta por las conexiones entre la palabra y la imagen, Salas responde: “en el fondo pienso en la fotografía como una narración. Estoy convencida de que una foto no funciona como una imagen aislada, sino como una serie. Fíjate en la obra de Sophie Calle, que a mí me encanta, y justamente te la recuerdo porque Paul Auster se inspiró en este trabajo para su novela Leviatán”.
(2) Sobre el terreno abierto y complejo del fotolibro me gustaría recordar tres referencias que hace Gasparini en Andata e ritorno: la primera, relacionada con el teórico italiano Renzo Chini, cuando expuso en el Congreso de las Ciencias y las Artes: “El fotolibro es un género expresivo como lo son la comedia, el cine, el cuarteto, etcétera” (Torino, 1965); la segunda tiene que ver con Martin Parr y Gerry Badger en el primer volumen de The Photobook: A History: “Un fotolibro es un libro –con o sin texto– donde el mensaje fundamental de la obra es transmitido por las fotografías. Es un libro cuyo autor es un fotógrafo o alguien que edita y determina el orden de la obra de un fotógrafo o incluso de varios”; y la tercera, es la definición que Paul Strand le comunica al goriziano en una conversación: “el fotolibro es una narración a través de las imágenes”.
(3)Vale recordar el fenómeno anunciado por Ulises Milla en las palabras introductorias de otra publicación de Salas, El ojo en la letra: “Durante muchos años” –anota el editor sobre el libro con los retratos de Salas publicados en el 2008 por Editorial Alfa, en su momento acompañados por una exposición homónima en La Caja del Centro Cultural Chacao– “el mundo del libro prescindió de la imagen del escritor, era considerada un artificio de «marketing» admitido solamente por la industria cultural de masas orientadas a lo audiovisual. La realidad de hoy es otra y ciertas estrategias de promoción y de mercadeo se han filtrado lentamente en la dinámica editorial, siendo moneda común encontrar al autor retratado en la solapa o en la contratapa de un libro”. A propósito, valga la nueva digresión, en la industria musical –por no hablar del cine y las artes visuales– esta dinámica ocurre con total desparpajo. Bastaría revisar cómo una banda puede reeditar sus álbumes en cajas y ediciones especiales con tomas alternativas, fotografías, cartas, documentos, letras de canciones. En el fondo, lo que subyace, además de las “estrategias”, es la masificación de la fotografía –y el hecho mismo de la reproducción– en la industria del revival, aunque en el caso venezolano la memoria se vuelve más bien un ejercicio de resistencia ciudadana ante las instrumentalizaciones fuertemente propagandísticas. Otra cara de estos asuntos toca su paroxismo en las redes sociales: galerías, museos, casas discográficas, editoriales, autores, a la hora de publicar una obra, ponen a circular infinidad de imágenes alusivas. Incluso, en paralelo a las mediaciones institucionales, hay artistas sistemáticamente dedicados a la difusión de su trabajo por estas vías. Para volver a la colección de retratos hecha por Salas, Boris Muñoz –en su prólogo a El ojo en la letra– hace reflexiones muy cercanas a la poética de Rostros y decires: “el espectador ideal de esta obra es literalmente un lector. Plano de desencuentros o afinidades, para él la imagen representa un goce intensificado que de una u otra forma le permite revivir memorias propias, remover lecturas, confrontar fantasías”. El periodista agrega que Salas –con sus retratos– “asume la formulación de una imagen de la tradición literaria” y una forma de relacionarse con las tensiones políticas del momento, habría que agregar, tal y como ocurrió con Manifiesto país. Fotógrafos como Ricardo Armas, Vasco Szinetar, Carlos Germán Rojas, al ser grandes retratistas, han elaborado propuestas en este terreno fértil, infinito.
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